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Relato: Hopper de Javier Ballesteros

Dentro de las cosas que nos están llegando de manos de autores noveles para sobrellevar con arte estos días de confinamiento, hoy os presentamos Hopper, una imaginativa propuesta de Javier Ballesteros en la que nos sumerge sutilmente y con un estilo cercano al género negro en el cuadro Noctámbulos del conocido artista Edward Hopper. 

Javier es un artista que se dedica principalmente al relato breve, habiendo formado parte de talleres de escritura creativa para desarrollarse como escritor. Actualmente está llevando a cabo un diario, una fusión entre lo poético y lo catártico, sobre el confinamiento. Si os gusta su propuesta, le podéis seguir en Instagram como @heraclit0. Os dejamos con Hopper.

 

 

Hopper

Todo estaba oscuro, tenía los ojos cerrados, más bien apretados con fuerza, a conciencia, intentando que nada de lo que estaba pasando fuera real. El ronco rumor de los bombarderos lo envolvía todo, solo interrumpido brevemente, por el interminable estruendo de los estallidos y cañonazos. Débilmente se escuchaban letanías: padrenuestros o avemarías recitados casi entre llantos. El sonido era aterrador, ese tipo de terror que inmovilizaría a cualquier ser humano en su sano juicio. Finalmente Taylor abrió los ojos, estaba amaneciendo pero apenas había luz. Se llevó las manos al casco y a la mochila de material que llevaba por delante, los embates de la lancha de desembarco eran brutales e imprevisibles. Estaban todos sentados el fondo de la lancha, completamente mojados y atemorizados, llevaban toda la noche allí a merced de los elementos y de los alemanes, esperando el momento de desembarcar. Había compañeros que ya no tenían nada que vomitar y la mayoría ya se había hecho sus necesidades encima varias veces, un olor a cañerías, salitre y pólvora lo impregnaba todo, además cada poco tiempo eran abofeteados con violentos manguerazos de agua.

Taylor comenzó a sentir que el pánico se apoderaba de él, más allá del miedo a morir sólo y olvidado en medio del mar, o acribillado a balazos en la arena de la playa embadurnada en sangre; Omaha, morir en Omaha, pero no en su Omaha sino en Francia. Un sudor frío comenzó a recorrer su cuerpo, atrajo hacia sí su fusil y se ajustó aún más el casco, en busca de una seguridad inalcanzable. El estrépito de las bombas y los bombarderos no daba tregua, el ruido era tal que apenas podía oír lo que su teniente les estaba diciendo a gritos, en pie, desafiando el vaivén de la embarcación. La locura se estaba apoderando de él, sentía que ya no podía contenerse por más tiempo, se levantó bruscamente, a la vez que gritaba que no quería morir, completamente fuera de sí. Sus compañeros, sorprendidos, intentaron abalanzarse sobre él, pero Taylor fue mas rápido y se encaramó en un lateral de la cubierta, vió cómo el teniente profería órdenes furioso señalándole y cómo algunos soldados intentaban atraparle, sin darles tiempo se arrojó por la borda. Taylor caía y caía, su caída se hacía eterna, parecía que nunca iba sentir el áspero y frío mar del Atlántico, al contrario comenzó a sentir un calor, que le empezó a quemar y a abrasar la piel, podía oler cómo ardía…

Taylor se despertó gritando, empapado en sudor. Cuando hubo recuperado cierta tranquilidad y se dió cuenta de donde estaba, se incorporó, sentado en la cama, temblando a oscuras y completamente aterrorizado. Se llevó las palmas de la mano hacia al rostro frotándolo enérgicamente, después se echó el pelo hacia atrás y se quedó inmóvil unos instantes intentando calmarse. Encendió la lamparilla de noche y se llevó a la boca un cigarrillo que casi encendió al instante. Un poco ensimismado, con la mano que le quedaba libre se colocó, sobre la cabeza, el sombrero que nunca dejaba demasiado lejos. Podía parecer grotesco: un hombre adulto, en mitad de la noche, medio desnudo, fumando en la cama y con el sombrero puesto, pero a Taylor le calmaba, le daba seguridad sentir su cabeza cubierta, arropada, sobre todo después de la recurrente pesadilla que cada noche le asaltaba invariablemente y después de la cual sería imposible volver a conciliar el sueño.

Habían pasado ya algunos años de aquello, pero cada noche volvía revivir el maldito desembarco y acababa huyendo como una maldita rata cobarde, y volvía a sentir pánico, terror, tristeza… No lo entendía, él que logró sobrevivir al desembarco y que tuvo que ver cómo morían despedazados la mayoría de sus compañeros, sobre la playa llena de miembros arrancados, entre gritos de dolor y de socorro, inundada de sangre y teniendo que arrastrándose entre cadáveres. Una carnicería, él sabía que no huyó, que afrontó su destino y que hizo lo que se esperaba de él, ¡maldita sea, fue un hombre de verdad!

Resignado salió de la cama y sin quitarse el sombrero en ningún momento, se aseó brevemente y se enfundó en su traje. En seguida estuvo listo y ya se encontraba en la calle, con un nuevo cigarrillo en la boca y las manos en los bolsillos del pantalón, contemplando la quietud de la ciudad en la madrugada. Mientras caminaba lentamente, volvieron a su mente viejos recuerdos de la guerra, tal vez, por la soledad o la tristeza que le invadía, sintió una punzada de nostalgia. Caroline. Maldita sea, ¿cuándo olvida uno a las personas que se han marchado de tu vida? —pensó Taylor. Aún recordaba, muy a su pesar, la carta que recibió cuando estaba en Inglaterra, en medio de los preparativos para el desembarco:

Querido Taylor,

Es mejor ir al grano, no lo soporto más querido, tengo que hacerlo así. No podemos seguir juntos, no tiene sentido, ya no te quiero, has estado fuera tantos meses, que me dado cuenta que ya no te quería, que era solo costumbre. Además he conocido a alguien, Tay, y me voy a marchar a otro estado. Es mejor que no sepas dónde. He firmado los papeles del divorcio, cuando regreses todo estará arreglado.

Lo siento mucho Tay, espero que algún día lo comprendas y que me puedas perdonar, es mejor así para los dos. Te deseo que seas muy feliz, cuídate y procura volver de una pieza.

Firmado: Caroline

Sin paños calientes y directa a la cuestión, así era Caroline, no se andaba por las ramas, para lo bueno y para lo malo, no había dejado lugar a ninguna duda. Después de leer la carta, Taylor estuvo en estado catatónico durante días, solo reaccionaba antes la voces de mando y la estricta disciplina castrense, vivía como hipnotizado y sin voluntad propia, dejándose llevar, solo pareció despertar de su ensimismamiento, en medio de la operación militar más endiablada de la historia, en el Canal de la Mancha, acribillado por bombas y aviones, en el mayor infierno que uno pueda imaginar. Taylor aún no era capaz de entender cómo había sobrevivido a Caroline y mucho menos al desembarco. Alguien cuidaba de él, pero tal vez se había olvidado decirle para qué le mantenían con vida.

Dirigió sus pasos a uno de los pocos locales que abría toda la noche, el Phillies en la calle 43. Como un faro en medio del océano, ejercía de poderoso imán para los noctámbulos de Manhattan. Era un sitio tranquilo, limpio y bastante aceptable, y sobre todo abierto durante toda la noche, aquí uno podía quedarse en la barra todo el tiempo que quisiera, absorto en sus propios pensamientos, sin tener que charlar con nadie, ni responder a preguntas incómodas.

Con un simple gesto de saludo hacia al camarero, Taylor se sentó en la barra y pidió un café. Comenzó a remover descuidadamente su taza con la cucharilla, mientras contemplaba, sin mucho interés, los torbellinos que se iban formando. Cuando no podía dormir, en un ataque de pragmatismo, se aliaba con su insomnio y acababa casi todas las noches en el Phillies. Desde aquí luego salía sin rumbo fijo a vagar por la noche de Manhattan, una ciudad que nunca duerme, pero el Phillies era su centro de operaciones, la primera parada obligatoria.

Aquella noche no estaba solo, una pareja relativamente joven se sentó frente a él, al otro lado de la barra. Taylor deslizó su mano al interior de la chaqueta y sacó un cigarrillo, con un gesto le pidió fuego al camarero. Por un momento, viendo el ridículo uniforme que llevaba, le recordó otra vez la maldita guerra, justo antes del el desembarco, parecía uno de aquellos marineros de la US Navy que le transportaron hasta el puerto de Cardiff. Casi a la vez surgieron en su mente los bombardeos de Londres y los civiles huyendo y buscando refugio, pero sobre todo Caroline, otra vez Caroline, Caroline y la guerra, Caroline y la carta que no podía dejar de releer cuando estaba metido en aquellos ataúdes flotantes, atestados de soldados atemorizados como él, rumbo a la playa de Omaha en el famoso día D.

Mientras le daba una calada a su cigarrillo, Taylor intentó alejar todos esos pensamientos y jugó a imaginarse las vidas de la pareja que tenía enfrente. Pensó que aquel tipo tenía cierto encanto, sin duda había tenido épocas mejores. Le corroía la envidiaba por estar con una muchacha atractiva, más joven que él y con un busto excepcional. Ella parecía distraída, como si estuviera ausente, en otro lugar. Tampoco él parecía muy animado. Taylor supuso que una pareja normal con un hogar acogedor no estaría en el Phillies a esas horas de la noche, por lo que seguramente él estaba casado y ella era su amante. Estaría tal vez huyendo de un matrimonio aburrido y predecible, sin hijos, sin alicientes, pero demasiado cómodo para divorciarse, y había buscado una aventura con una chica más joven que él, para divertirse, para salir del tedio. Taylor también estaba seguro de que ella ya le había pedido que dejara a su mujer y que se fueran a vivir juntos, para no andar escondiéndose de motel en motel, y Taylor apostaría que en el fragor de la alcoba se lo había prometido muchas veces, para luego seguir buscando excusas para no dejar a su mujer y seguir con las dos. Era un engaño de mutuo acuerdo. Mirándolos ahora, Taylor pensó que acababan de darse cuenta que se habían convertido en lo que detestaban; una pareja aburrida y predecible, con toda probabilidad el tipo llevaba tiempo queriéndola dejar. Mientras, allí estaban frente a él.

Taylor pensó que hacían una buena pandilla, un grupo de noctámbulos aburridos de sus vidas, solitarios y sin ningún lugar al que ir. Se levantó, dejó un billete en la mesa y se marchó rumbo a la noche de Manhattan.

 

 

Modificado por última vez enMartes, 24 Marzo 2020 10:29

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