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Relato: Capitalismo de Noelia Álvarez

Siguen llegando relatos originales de artistas emergentes para ofrecernos lecturas alternativas en estos días (que se van convirtiendo en semanas) de confinamiento.

El relato que publicamos hoy viene de manos de Noelia Álvarez, autora novel que nos confiesa que su concepción de la escritura es que esta es una forma de entender y transformar el mundo a partes iguales. Apasionada del mundo literario, escribe también reseñas y opiniones sobre libros y otros temas en Libros y Feminismo (http://librosyfeminismo.wordpress.com). Ya podéis disfrutar con su aportación literaria en forma de relato breve. Os dejamos con Capitalismo.

 

Capitalismo

Abrió la puerta que daba acceso al jardín del bloque de edificios y entró jadeante y tarareando. Allí estaba, unos metros más adelante, con su melena rubia, suelta y brillante un león que dormitaba a la sombra, sobre el fresco césped, protegiéndose del calor de agosto.

Elena abrió la boca, cogió aire y se quedó así, petrificada, con la boca abierta, los brazos doblados hacia arriba y pegados al cuerpo. Las piernas ligeramente dobladas y temblando. Sudaba. De momento, porque regresaba de correr 10 kilómetros a trote ligero. El tiempo se paró: 8 de la tarde de un domingo en Sevilla.

Estamos en un bloque de edificios naranja, construido a principios de los 2000, que se levanta alrededor de un jardín. El jardín, recién arreglado, es una superficie verde uniforme que recuerda a una cabeza cuyo pelo ha sido cortado a estilo cepillo. Es un lugar tranquilo, con vecinos introvertidos que apenas se conocen entre sí, que ni siquiera se molestan en mirar entre las cortinas o por las rendijas de las persianas. Si pueden, evitan cruzarse en la entrada, en el ascensor o en cualquier lugar comunitario, que sirve para todo menos para hacer comunidad.

El imponente león, al escuchar el ruido de la puerta, abrió los ojos, primero el izquierdo y luego el derecho, bostezó quizás con el fin de desperezarse o no sabemos si para mostrar sus blancos, grandes y afilados colmillos. Estiró primero las patas delanteras, de cuyas salieron unas garras. Después, las patas traseras. Movió la cola para retirarse alguna mosca molesta, se sentó sobre sus patas traseras y miró fijamente a Elena.

El corazón de la chica latía casi a doscientos por hora, según el pulsómetro de su muñeca. Nunca había alcanzado esas pulsaciones, ni siquiera en el esprint más rápido de sus entrenamientos. La velocidad de su corazón contrastaba con la lentitud y el parón que se respiraba en el lugar. Persianas bajadas para protegerse del calor o porque los propietarios o inquilinos se encontraban de vacaciones. Tedio, apatía, desconexión, indiferencia, cansancio, disimulo.

Gotas de sudor caían por la frente, la cara y el cuello de Elena. Esta vez creemos con toda seguridad que debido al encuentro con el felino. Elena continuaba paralizada. ¡Maldita mi manía de salir a correr sin móvil! —pensó. Tan sólo movía los ojos, con disimulo, de derecha a izquierda en busca de una solución, de una salida, de una idea o, quizás sin saberlo ni desearlo, de la muerte.

El león no tenía prisa. Quizás se consideraba ganador. Seguía en la misma postura. Expectante, esperando, relamiéndose el hocico. Aquel gesto hizo sudar todavía más, si cabe, a Elena y... orinarse encima. El león ya no parecía ni ese amigable león de El Rey León ni el bello ni elegante animal de los documentales de la televisión ni el libre y envidiado rey de la selva o de cualquier safari africano.

Habían pasado tan sólo dos, a lo sumo, tres minutos pero a nuestra protagonista le parecían una eternidad, como cuando su abuela le obligaba a permanecer en misa con ella. Deseaba no estar allí pero no tenía superpoderes. Deseaba gritar pero quizás los gritos decantaran al león a lanzarse sobre ella sin más miramientos. Deseaba huir pero no sabía cómo.

Entonces, a su derecha, muy cerca de ella, al alcance, divisó sobre una mesa construida de tablas, varias herramientas. Probablemente el jardinero las olvidara. Aunque en otro momento Elena, o cualquiera, hubiera pensado que aquello era terrible, ¿qué, si pasaba una niña? Había destornilladores, clavos, llaves y hasta una pequeña hacha que utilizaba para cortar la hiedra más difícil. Pero teniendo en cuenta la disyuntiva en la que se encontraba, decidió que si salía de aquella le daría las gracias y haría un buen regalo al jardinero por su descuido y su poca profesionalidad. Algo de aquello, si reaccionaba rápido, podría ser una oportunidad por salvar la vida.

El león volvió a relamerse. ¿Hora de la cena? Elena volvió a orinarse. Un círculo vicioso que tendría que deshacerse. Elena respiró hondo, e intentó relajar los músculos de la cara. Sin quitar la mirada al león, alargó con un movimiento rápido la mano derecha hacia el hacha. Aguantó la respiración. Colocó la mano izquierda sobre la mesa con los dedos abiertos. El león movió la cola. Emitió un breve rugido. Giró la cabeza de un lado a otro. Rugió más alto.

Elena observó el hacha. Miró sus dedos. Apretó los dientes, levantó el hacha y sin pensarlo con un golpe seco y rápido, se cortó el pulgar de la mano izquierda. Salió sangre a borbotones. Cogió el dedo, aún caliente, y lo lanzó hacia el león.

Fuera del patio la vida seguía su curso, lentamente porque en Sevilla en agosto la gente escapa del calor. Un hombre paseaba a un pequinés que andaba con pasos cortos y la lengua fuera. Dos chicas jóvenes miraban sus móviles buscando una canción de su grupo de música favorito. Dos coches pasaban a toda velocidad para no pillar el semáforo en rojo y una chica en pantalón corto y camiseta manchada de sangre corría nerviosa pidiendo ayuda. Nadie sabía que en el número 12 de esa misma calle un león saboreaba un trozo de dedo que le supo a aperitivo de bar cutre.

 

 

Modificado por última vez enViernes, 10 Abril 2020 10:31

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