Relato: El Capitán de Noé Codonal
A finales de este año está previsto el lanzamiento de Logos de Noé Codonal, una original novela que seguro disfrutará tanto el público juvenil como los amantes del género de fantasía clásica. En los próximos meses iremos publicando periódicamente distintos relatos del autor que nos irán introduciendo en la tierra de Logos y en los que podremos ir conociendo a algunos de los personajes que pueblan este mágico mundo.
Aquí os dejamos el primero de esos textos que lleva por título: El Capitán. Esperamos que os guste y no os olvidéis de permanecer atentos a las próximas entregas.
El Capitán
La tosca cama de madera crujió al levantarse. Masculló unas palabras mientras se calzaba las botas. El Capitán observó la oscuridad al otro lado de la ventana. Aún faltaban unas horas hasta el amanecer. Avivó el fuego del hogar para calentar a su esposa y su hija, que aún dormían. Se puso la capa, metió unas tiras de carne seca en una mochila y cogió su arco.
—Vamos, Gris.
La perra se puso en pie como un resorte. Era mayor, su pelo había encanecido, pero conservaba sus miembros fuertes y fibrosos. Salió de la cabaña detrás de su dueño.
El hombre caminó sin hacer ruido en dirección a un grupo de construcciones de madera que se apiñaban a la orilla del río. Tomó aire y arrugó la nariz al notar el hedor procedente de las aguas antes de verlas.
«Cada día es peor», se dijo a sí mismo.
Recordó las aguas cristalinas que había encontrado cuando llegó hasta aquí huyendo de su hogar ancestral. Cuando tuvo que cruzar todo su mundo conocido para escapar del hechicero.
—Ese malnacido —masculló en voz baja y meneó la cabeza con un gruñido. Gris levantó las orejas y miró a su dueño, que acarició con cariño la cabeza del animal—. Tranquila, Gris. Aquí estamos a salvo.
«Espero», añadió para sí mismo mirando al río desde la orilla.
El agua bajaba lenta, oscura como una lengua de brea sin ninguna luz que revelara su verdadero color. Debía apresurarse, los insectos saldrían al amanecer.
«¿Dónde están los demás?».
Caminó nervioso en círculos mientras rechinaba los dientes. No le gustaba salir en grupo. Prefería cazar solo, con Gris, a su aire. Sin molestos parloteos ni gente que lo retrasara. Pero los ancianos habían insistido en enviar un grupo para localizar la fuente de la ponzoña que contaminaba el río.
«Qué estupidez. Puedo hacerlo sin ayuda. No necesito a nadie».
Desde que llegó al bosque del oeste, había demostrado en numerosas ocasiones que era el cazador más hábil del poblado. Rara era la jornada que no volvía acarreando un venado, o varias piezas más pequeñas. Sonrió recordando aquella ocasión en la que arrastró durante horas un gran ciervo de veinte puntas. A pesar de su corpulencia, la tarea le resultó un verdadero desafío.
—Aquella si fue una buena caza, ¿eh, Gris? El poblado entero comió de esa pieza durante días —golpeó con fuerza su estómago, tentado de sacar una de las tiras de carne seca de la mochila.
—Estarás toda la vida presumiendo de ello, ¿verdad?
El capitán se sobresaltó, no había oído llegar a su interlocutor, un hombre moreno, alto y fibroso. El mejor rastreador de la aldea, sin contarle a él mismo.
—¿Quieres matarme de un susto, Dom?
—¡Menudo cazador estás hecho! Atento a cada susurro del viento.
—Ja, ja —replicó el Capitán con sarcasmo—. Estaba cansado de esperar. Además, aún estamos en el poblado. Como sigamos perdiendo tiempo va a amanecer y los malditos insectos se van a dar un banquete a nuestra costa.
—Ya vienen los demás, están preparándose en la cabaña comunal.
—No sé por qué se empeñan en que hagamos de amas de cría, Dom. Yo mismo podría haber remontado el río en busca del origen de la ponzoña.
—Lo sé mejor que nadie, Capi. Pero no seré yo quien lleve la contraria a los ancianos. Si dicen que tenemos que ir en grupo, iremos en grupo —se encogió de hombros al terminar la frase, mientras el Capitán negó con vehemencia, pero no replicó.
No tuvieron que esperar mucho antes de escuchar un rumor de voces en dirección al poblado. Distinguieron varias figuras avanzando a la luz de sendas antorchas.
«Necios. Así su vista no se acostumbrará a la penumbra. Y la nuestra tampoco».
El grupo les alcanzó. Seis muchachos que apenas superaban la veintena cargaban pesadas mochilas y arcos. Dos ancianos les acompañaban. Tras los saludos de cortesía, el Capitán respondió con un gruñido y se volvió para emprender la marcha.
—Que el Espíritu de la Naturaleza os guíe —escuchó que decía uno de los ancianos.
«Memeces», pensó, pero se abstuvo de decirlo en voz alta.
Gris caminaba alegre a su lado, disfrutando de la actividad. Los hombres, media docena de jóvenes del poblado, parloteaban continuamente y se reían a carcajadas de vez en cuando.
—¿Podéis guardar silencio? —estalló al cabo de media hora. No se trata de una excursión al monte. No sabemos qué criaturas acechan en la espesura, es mejor pasar desapercibidos y mantener los sentidos alerta.
—¡Vamos, Capitán! —replicó uno de los jóvenes—. Estamos todavía en el valle del río, no hay fieras peligrosas por aquí…
El muchacho guardó silencio de golpe cuando sintió la fría hoja de un cuchillo en la garganta.
—El peligro puede venir de cualquier parte, Aurel —dijo Dom mientras atenazaba el brazo del chico con una mano y manejaba el cuchillo con la otra.
—No te pases con el chaval, Dom.
El aludido soltó al chico, que se masajeó la garganta con la mano como si la hoja le hubiera quemado.
—Sólo pretendía enseñarle algo importante —dijo mientras guardaba el cuchillo—. Si un oso o un gepordo le ataca, no tendrá tanta suerte.
—Te repito que no hay…
Un ronco rugido truncó la frase del joven, dejándole con la boca abierta en una mueca grotesca cuando el miedo afloró a su mirada. Dom y el Capitán cruzaron sus miradas.
—Dejad aquí las antorchas —ordenó el Capitán con tono firme.
—¿Qué? ¡Estás loco!
Se volvió hacia el joven intentando mantener el control.
—Lo diré de otra manera. El dueño de ese rugido es capaz de ver la luz de las antorchas desde más distancia de la que puede oler vuestro miedo. ¿Queréis ser un faro para cualquier depredador que ronde por estas tierras? Estáis en vuestro derecho. Pero no aguardaré la muerte junto a vosotros. Me iré por mi cuenta. Al dejar las antorchas aquí, la bestia se dirigirá hacia ellas y nos dará tiempo para alejarnos. Si acostumbráis vuestra vista, la luz de la luna que se filtra entre los árboles es suficiente para que os orientéis.
Los jóvenes se miraron entre ellos. Parecían dudar, pero el Capitán echó a andar seguido de Dom y precipitó su decisión. Dejaron las antorchas en el suelo y se apresuraron a reunirse con los dos cazadores. Al cabo de unos minutos volvieron a escuchar el rugido a sus espaldas, en la dirección de la que procedían.
—Parece que el Capitán tenía razón —comentó uno de los jóvenes en apenas un susurro.
—Siempre la tiene —zanjó Dom—. Mantened el pico cerrado y los oídos abiertos.
El valle se fue escarpando conforme ascendían. La escasa luz lunar que atravesaba el dosel del bosque no permitía ver con claridad dónde apoyaban los pies y a menudo tropezaban. Acercarse a la orilla tampoco era una buena opción, ya que las abruptas orillas invitaban a una caída desagradable.
—Paramos a descansar —anunció el Capitán, sentándose en una piedra plana y abriendo su mochila para buscar algo que comer.
Dom se sentó a su lado y los jóvenes se dejaron caer al suelo, exhaustos.
—¿Qué era eso? —preguntó en voz baja para que los muchachos no les escuchasen.
—No lo sé, Dom. Podría ser un oso, pero está muy lejos de su ambiente.
—Las fieras se aventuran cada vez más lejos, me preocupa que alcancen el poblado.
El Capitán asintió, pero guardó silencio. El rumor del río ahogaba cualquier otro sonido. Percibió que la claridad iba en aumento poco a poco, señal de que el amanecer estaba próximo. Mordisqueó un trozo de carne seca con avidez y lanzó otro a Gris, que se deleitó con semejante manjar.
—Seguimos —ordenó mientras recogía sus cosas—. Quiero ganar toda la altura posible antes de que amanezca y aparezcan los insectos.
—¿Los bichos desaparecen con la altitud?
—Los bichos no desaparecen nunca, pero parece que hay menos. ¡Andando!
Avanzaron durante una hora antes de la salida del sol. Y con la luz, los insectos despertaron y comenzaron a zumbar a su alrededor ávidos de sangre.
«Malditos mosquitos», pensó para sí mismo mientras aplastaba uno contra su brazo, dejando un rastro de la sangre que segundos antes había estado cómodamente alojada en sus venas.
Podía recordar los primeros días a su llegada al poblado del bosque, hacía seis largos años. El río bajaba frío y cristalino de las montañas proporcionando abundante pesca y gran disfrute a los niños que se bañaban en sus gélidas aguas. Lo había considerado un paraíso. Su paraíso. Allí conoció a su esposa y formó una familia.
Pero algo pasó de la noche a la mañana. De pronto el río comenzó a teñirse de un verde cenagoso y oler como el cadáver de un animal. Días después llegaron los insectos. Una verdadera plaga que obligaba a los recios habitantes del poblado a refugiarse en sus hogares y salir sólo para lo más indispensable. Los ancianos llevaban tiempo considerando trasladar el asentamiento, pero parecía impensable mover a cientos de personas y empezar de cero en el manantial más cercano, apenas un hilillo de agua que no inspiraba mucha confianza.
—Capitán.
Dom se había detenido con la mano levantada, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia delante. Se acuclilló para inspeccionar una huella en una zona blanda del suelo. Era profunda, rematada con las marcas de uñas afiladas.
—Gepordos.
Dom asintió. Buscaron a su alrededor y distinguieron el rastro de al menos tres animales diferentes. Los muchachos se apretujaron unos contra otros como niños asustados. Los hombres se miraron entre sí, pero no dijeron nada más y continuaron la marcha, en tensión, con los arcos preparados. Gris levantaba sus orejas y olisqueaba a su alrededor, nerviosa.
El primer aviso fue un rugido felino procedente de su derecha. Apuntaron hacia esa dirección. El segundo fue un ruido de hojas sobre sus cabezas cuando una criatura saltó sobre el grupo de muchachos. El tercero fue la embestida de dos felinos moteados del tamaño de una res que corrían hacia ellos enseñando unos enormes colmillos.
Dispararon sus arcos hacia sus atacantes, hiriendo de gravedad a uno de ellos en la garganta mientras el otro recibía un flechazo en el hombro. Los muchachos gritaban tras ellos, incapaces de defenderse. Indicó a Dom que los ayudase mientras se adelantaba para rematar al felino moribundo sin perder de vista al animal herido en el hombro, que mantenía sus ojos clavados en los suyos. Habría jurado que la bestia hizo una mueca cuando remató a su congénere y, tan pronto como cortó la garganta del moribundo con el cuchillo, el herido atacó.
Le dio tiempo a disparar el arco, pero esta vez erró el tiro y el animal se abalanzó sobre él, tirándole al suelo. Interpuso el arco en las fauces del gepordo y recurrió a toda su fuerza para evitar que se acercase lo suficiente como para arrancarle la cabeza de un mordisco. Sintió el fétido aliento del animal, que embestía una y otra vez intentando quebrar sus defensas, salpicando su rostro de baba caliente. Una de esas embestidas quebró el arco y tuvo que rodar sobre sí mismo para evitar el fatal mordisco de su atacante. Se puso en cuclillas sin desviar la mirada de los negros ojos de la bestia, que caminaba en círculos a su alrededor. Escuchó gritos a su espalda, pero no se atrevió a desviar la mirada. Un segundo podía significar la diferencia entre la vida y la muerte frente a estas criaturas.
Su instinto le alertó del ataque antes de que se produjera. Percibió una leve tensión en los músculos del animal y se apartó a tiempo de evitar el salto de la criatura. Recurrió a toda su fuerza para clavar la mitad del arco en la garganta del gepordo, que gorgoteó dolorido y huyó del lugar.
«No durará mucho con semejante herida», se dijo al tiempo que corría hacia el otro grupo. Dom había abatido al último gepordo y asistía a un joven que convulsionaba en el suelo. Tenía una fea herida en el vientre por la que salían parte de sus vísceras ante la aterrada mirada de sus compañeros. Dom levantó la vista hacia él y negó con la cabeza. El Capitán se volvió con los brazos en jarra y maldijo en silencio.
—Debimos venir solos.
—Eran demasiados, nos habrían hecho trizas —dijo Dom al tiempo que se limpiaba la sangre de las manos con un trozo de jubón del propio herido. Los demás sollozaban alrededor del desdichado mozo—. No creo que aguante más allá de unas horas.
El Capitán asintió. Observó que Dom tenía la capa hecha jirones.
—Estás herido.
—Tendrías que ver cómo ha quedado el otro —bromeó Dom con una mueca de dolor mientras se quitaba el jubón, revelando unos profundos cortes en el hombro que no tenían buen aspecto.
—Tu mujer va a enfadarse conmigo si te devuelvo de ese modo —comentó mientras arrancaba unas tiras de la capa para vendar las heridas—. Deberías regresar con los mozos al poblado.
Dom fue a protestar, pero agachó la cabeza, abatido.
—Sabes que así serías más una carga que una ayuda.
—Deberíamos regresar todos, reponernos y volver a intentarlo en otra ocasión.
El Capitán negó con firmeza.
—Yo no me doy la vuelta. Voy a encontrar el origen de esta maldición —añadió señalando con el mentón las fétidas aguas verdosas que bajaban espumeantes por el cauce.
—¡Escuchadme todos! —exclamó, poniéndose en pie. Escrutó el pálido rostro de los gimoteantes muchachos—. Esto es precisamente lo que temía que sucediese —. Tomó aire intentando buscar las palabras adecuadas—. Habéis sido muy valientes, los gepordos son unos depredadores formidables. Pero no podemos continuar. Nos han golpeado fuerte, y necesitáis cuidados —miró a Dom, que se colocaba el jubón con gestos de dolor—. Regresáis al poblado.
—¿Y qué harás tú? ¿Seguir solo? Los ancianos…
—Los ancianos no están aquí. Y me irá bien solo —estudió a los muchachos—. Mira, me habéis ayudado hoy. Si el grupo de gepordos me hubiese sorprendido, ahora mismo estaría repartido por todo este lugar sirviendo de almuerzo a las alimañas. Pero no soportaremos otro ataque. Y no quiero cargar con vuestras muertes en la conciencia —volvió a mirar la herida del muchacho moribundo, que apenas respiraba.
—El Capitán tiene razón —terció Dom, poniéndose en pie—. Coged a vuestro compañero, volvemos al poblado.
—¡No llegará vivo hasta allí! —protestó uno de los muchachos.
—Tal vez, pero si tiene alguna oportunidad, es en casa. Y si fallece, sus padres querrán enterrarle como es debido. No podemos abandonarle aquí.
Las protestas cesaron y se apresuraron a improvisar una camilla con ramas y cuerdas para transportar al herido. Dom le extendió la mano sana y se despidieron con un fuerte apretón. Gris gimió a su lado.
—Tranquila, amiga. Es mejor así.
—Que el Espíritu le proteja, Capitán —dijo uno de los chicos como despedida.
—Sí… Vale… También a vosotros.
Reanudó la marcha ladera arriba, escrutando cada sombra entre los árboles, intentando distinguir cualquier sonido por encima del ruido de la corriente. El río bajaba encabritado, transformado ya en un arroyo de montaña. Las verdosas aguas saltaban entre las piedras formando espuma y esparciendo su hedor por la orilla. Se cubrió la nariz y la boca con la capa y continuó avanzando.
Mediada la tarde llegó a la Junta de las Aguas, un punto en el que los arroyos provenientes del norte y del oeste confluían. Observó que el arroyo norte bajaba cristalino, mientras que el del oeste tenía el repugnante verdor que teñía el curso hasta el poblado. Vadeó el arroyo del norte y remontó el otro, que discurría por un terreno más llano y boscoso. Los árboles parecían más oscuros y deformados de lo normal. Reconoció varias especies: robles, hayas, quejigos… pero sus troncos estaban retorcidos como si alguien hubiera intentado estrangularlos. Las ramas tenían caprichosas formas que no había visto en ningún otro lugar. Gris caminaba sobre un dosel de hojas muertas con el rabo entre las patas.
—Tampoco te gusta, ¿eh, amiga?
La perra le miró con cara de lástima y continuó caminando pegada a su lado, sin alejarse para olfatear como era su costumbre. El arroyo discurría más tranquilo, con un caudal menor, pero su fetidez continuaba intacta. El rumor del agua también había disminuido y aprovechó para agudizar el oído. Pero no captó nada. Sintió como si una mano fría apretase sus entrañas. No escuchó nada. Ni pájaros. Ni animales. Ni el viento agitando las ramas. Nada. Miró nervioso a su alrededor, notando su propia respiración aparte del ligero sonido del agua fangosa que se escurría como una serpiente. Tragó saliva y continuó avanzando.
—Parece que no hay animales en esta parte del bosque —reflexionó en voz alta provocando que Gris le mirase con curiosidad.
Pronto se percató de su error. Un milpiés del tamaño de una culebra ascendió por el tronco de un haya y se coló por un agujero. Reprimió una mueca de asco. No fue el único que observó: pasado un rato perdió la cuenta de ellos, además de escarabajos, enormes arañas y alguna pequeña culebra, aderezados con algún mosquito.
«Genial. Toda una fiesta de bichos. Al menos no hay tantos insectos como en el poblado».
Gris gruñó, erizando el pelo de su lomo. Escrutó en la dirección marcada por la perra y el corazón le dio un vuelco al contemplar un enorme lobo con el pelaje tan oscuro como la más profunda cueva, negrura sólo quebrada por unos ojos amarillos y unas fauces repletas de dientes afilados como dagas. La bestia no emitía sonido alguno al acercarse lentamente. Su hocico temblaba de excitación mientras salivaba, recreándose con el festín que tenía delante.
«No voy a ser tu almuerzo sin pelear».
—¡Corre, Gris! —gritó al tiempo que lanzaba una flecha hacia la bestia, que pareció rebotar entre sus ojos sin clavarse.
«¡No puede ser!», pensó mientras corría con todas sus fuerzas. «¡Le he dado en la cabeza!».
El corazón bombeaba la sangre a toda velocidad por sus venas mientras luchaba por salvar su vida. Gris corría decenas de metros más adelante y sin mirar atrás. Ahora sí consiguió escuchar algo sobre los latidos que retumbaban en sus oídos: ramas quebradas y sonoros impactos de algo pesado contra el suelo. El aire quemaba al entrar en sus pulmones, pero no se atrevió a perder unos preciosos instantes en mirar si su perseguidor le ganaba terreno.
«De esta no salgo», pensó mientras su pecho dolía como un demonio.
Sintió que su perseguidor se acercaba, un frío helador bajaba en oleadas desde su nuca hasta la parte baja de su espalda. Se encontró ante un desnivel y no lo dudó. Saltó hacia lo desconocido, el destino que le deparase la caída no podía ser peor que el que le acechaba a su espalda. Braceó en el aire durante interminables segundos hasta caer sobre una empinada ladera cubierta de hojas. El impacto le dejó sin aliento y escuchó un desagradable crac que no auguraba nada bueno. Rodó por la ladera abajo notando un dolor agudo y casi insoportable en el torso, las piernas y uno de sus brazos. Las hojas crujían a su paso y perdió el conocimiento.
Había oscurecido cuando los lametones de Gris consiguieron despertarle. Se encontraba boca abajo, en una postura nada natural, como una araña recién aplastada de un escobazo. Vio a Gris gimoteando y lamiendo su rostro, pero no consiguió articular palabra. Trató de moverse, pero un terrible dolor arrancó un gemido de lo más profundo de su ser.
«Este es el final del camino», pensó. Lágrimas calientes brotaron de sus ojos al recordar a su esposa y a su hija, a las que no vería más. «Si al menos hubiera podido despedirme…».
Cada respiración era como un largo día de marcha. Tenía que levantar su propio peso y soportar una gran agonía para introducir apenas un soplo en los pulmones, que emitían un gorgoteo que jamás había percibido.
«No vale la pena. Esto se acabó…».
Escuchó un crujido de hojas a su espalda, pero fue incapaz de mover un sólo músculo.
«Has venido a terminar el trabajo. Pues que te aproveche».
Un aleteo interrumpió sus pensamientos y un ave similar a una garza, de un blanco resplandeciente se posó frente a él. Refulgía desde sus largas patas hasta su finísimo pico. No pudo evitar abrir los ojos por la sorpresa, pero cuando su boca trató de hacer lo mismo, una gran oleada de dolor recorrió su mandíbula provocando un nuevo gemido.
«No intentes moverte, estás muy malherido», resonó en su cabeza.
—Qué… ¡Ah! —su pregunta produjo una cascada de dolor, un tormento insoportable.
«Tampoco hables, permite que te sane», dijo la voz.
El ave le cubrió con sus alas, y la cegadora luz que despedían provocó que cerrase los ojos. Sintió una gran calidez en el cuerpo y un hormigueo que sustituía el dolor, como si un baño caliente arrastrase el barro y la suciedad fuera de su piel. Jamás había estado tan cómodo como bajo las alas de aquella criatura. No sabría decir cuánto tiempo duró aquella sensación, tal vez fueran horas, o tal vez segundos.
Cuando abrió los ojos, todavía era noche cerrada. El ave continuaba frente a él, expectante, con Gris tumbada a su lado. Se incorporó sin esfuerzo, sin dolor, frotándose la cabeza y la perra se lanzó a su encuentro gimoteando de alegría. Movió sus brazos y sus hombros. Giró el torso, comprobando que todo estaba en su lugar y funcionaba correctamente.
—No puedo creerlo…
«Has estado cerca de la muerte», dijo la voz en su cabeza.
—¿Cómo…? ¿Por qué…? —las preguntas se agolpaban en su cabeza—. ¿Qué era eso que me atacó?
«Una bestia de la oscuridad. El tejido de la magia está corrupto, y surgen criaturas que no deberían pisar esta tierra». El ave hizo un ligero aleteo y su resplandor iluminó en pequeño claro en el que se encontraban. «No podía permitir tu muerte».
—¿Por qué? No nos habíamos visto antes…
«Tienes un papel importante que desempeñar en el futuro».
—¿Yo? No soy nadie importante, desconozco qué podrías necesitar de mí.
«Encontrarás a los niños procedentes del Más Allá. Cuando llegue el momento, deberás traerlos ante mí».
—¿Qué? —negó mientras la cabeza le daba vueltas—. No entiendo nada.
«No es necesario que lo entiendas. Sólo recuerda. Cuando reúnas a los visitantes, condúcelos hasta mí».
—Pero, ¿dónde te encontraré?
«Mi morada se encuentra al final del arroyo que seguías cuando la bestia de la oscuridad te atacó. Allí os esperaré».
El ave dio unas grandes zancadas y alzó el vuelo.
—¡Espera! ¡Tengo preguntas! ¿Quién eres?
«Eso ya lo sabes. Recuerda: trae a los visitantes del Más Allá hasta mi morada».
El resplandor del ave se hizo más pequeño hasta desaparecer por encima de los árboles. El Capitán se puso en pie, comprobando que cada parte de su cuerpo se encontraba en su sitio. Hizo crujir el cuello de lado a lado, se estiró y negó en silencio.
«Nadie va a creer esto. Pensarán que estoy mal de la cabeza».
Comenzó a andar con grandes zancadas.
—Vamos, Gris. Volvamos a casa.