Relato: Bernard de Noé Codonal
Siguiendo con la serie de relatos enmarcados en el mundo de Logos y creados por Noé Codonal, hoy os traemos una nueva historia que se desarrolla dentro de la guardia de una de sus ciudades más importantes. Un relato que nos dibuja cómo es el modo de vida de parte de las gentes de Logos y en el cual se pueden entrever paralelismos con nuestro propio mundo.
Logos verá la luz a finales de 2022, así que mientras tanto no olvidéis empaparos del sabor de este mágico universo nacido de la mente de Noé Codonal. Aquí os dejamos con el tercer relato: Bernard.
Bernard
Bernard estaba agazapado detrás de una roca tratando de ver algo en la más completa oscuridad. El sonido de las olas estrellándose en la orilla apenas disimulaba el ruido que hacían sus hombres a su lado.
«Estoy rodeado de incompetentes», pensó con desagrado, acariciando la poblada barba negra como el uniforme que vestía.
La guardia estaba plagada de patanes: mercenarios que aceptaban el trabajo a cambio de poder dormir bajo un techo, hijos de familias humildes que no encontraban otra ocupación con la que ganarse el rancho, violentos que disfrutaban de una posición de poder e impunidad… No eran lo mejor de lo mejor, pero eran lo que Bernard había elegido como capitán de la guardia.
Había tardado años en alcanzar aquella posición y no pensaba renunciar a su privilegio, de modo que se dedicaba a promocionar a personas de su confianza que no amenazaran su rango, al tiempo que enviaba lejos a sus posibles competidores.
—Capitán, ¿estáis seguro de que éste es el lugar? —preguntó un hombre joven y delgado que lucía un impecable bigote rubio.
—Es aquí, cabo —respondió escuetamente mientras trataba de imprimir un matiz de desprecio en sus palabras.
«Detesto a este hombre».
El cabo era uno de los pocos que habían conseguido escapar a su criba. Era el idealista hijo de un noble importante en Ispal, la capital del Dominio; había ingresado en la guardia por principios y pronto destacó de tal modo que llamó la atención del mismísimo rey hechicero, atando las manos de Bernard a su espalda e impidiendo que le destinara a un lugar exótico como una embajada en la capital del pueblo del desierto o unas vacaciones en el gélido Torreón de Caraca.
Narbe, su hombre de confianza, llamó su atención con un siseo y guardaron silencio. Un grupo de personas alcanzaron la playa portando antorchas. Divisó al menos media docena de hombres a la luz anaranjada de las llamas.
—¿Vamos a por ellos, capitán?
—Silencio, cabo —susurró con autoridad—. Si les apresamos ahora, perderemos al objetivo.
Observó a los hombres de la orilla mientras notaba el nerviosismo de sus propios soldados. La paciencia era una virtud muy difícil de cultivar y muy necesaria para cazar contrabandistas. Aunque un poco de oro en las manos adecuadas soltaba las lenguas y compraba una valiosa información que ayudaba mucho en esa tarea. Los hombres de las antorchas comenzaron a moverse y se puso en guardia.
—Preparaos —ordenó a los soldados.
Una barca alcanzó la orilla: varios marineros saltaron sobre la arena y comenzaron a descargar cajas de madera con ayuda de los hombres de las antorchas.
—¡Ahora! —gritó Bernard, y sus soldados corrieron en estampida hacia los recién llegados —. ¡Cabo! Dispare la señal.
A su orden, el cabo encendió una flecha y la lanzó en una trayectoria muy elevada, hacia el mar.
«Espero que la vean», meditó mientras se unía a la carga de sus hombres.
En unos breves instantes, la guardia redujo a los marineros y los hombres de la orilla con facilidad. Cuando Bernard les alcanzó, sus soldados rodeaban a una docena de hombres arrodillados que fijaban la mirada en el suelo, abatidos. Usó su espada para abrir una de las cajas que habían descargado sobre la arena: estaba llena de hierba seca del desierto. Sonrió.
—¿Quién de vosotros está al mando? —rugió en dirección a los prisioneros, que guardaron un silencio sepulcral—. El contrabando está penado en Ispal con la muerte… Si no aparece el responsable, todos sufriréis tal castigo.
—¿Y si aparece? —dijo un joven marinero escuálido con voz temblorosa, desatando una lluvia de insultos y golpes de sus compañeros.
—Seguir órdenes de otro no es un delito tan grave —mintió, pero ellos no tenían por qué estar al tanto—. Si sabes algo, te aconsejo que hables.
El joven escuálido no llegó a abrir la boca cuando el marinero que tenía detrás le degolló con un cuchillo curvo y corrió hacia Bernard con el rostro desencajado. Él le recibió con su espada, despachándole con facilidad. Dio la vuelta al cuerpo derrumbado del marinero con el pie.
«Tan necio como valiente».
—Repetiré la pregunta: ¿quién está al mando?
Los restantes prisioneros se miraron unos a otros hasta que un hombre veterano señaló al caído.
«Claro. Qué conveniente», negó, contrariado.
—¡Capitán!
—No es el momento, cabo.
—El Sagrado Alacio nos hace señales.
Respiró hondo y se volvió hacia la orilla. Una luz parpadeaba a lo lejos, sobre las aguas, en intervalos regulares.
—¿Qué dicen?
—Parece que no han conseguido apresar el barco de los contrabandistas, mi capitán.
«¡Maldición!».
—Comunique que continúen peinando las aguas.
«Los teníamos tan cerca…».
Rechinó los dientes, reprimiendo la idea de empapar la hoja de su espada con la sangre de los prisioneros. Pero aquello, aunque calmase su ira, no le proporcionaría respuestas.
—¡Lleváoslos! Terminarán hablando en las mazmorras.
El cabo manipulaba una lámpara metálica con una manivela, que ocultaba la luz o la mostraba para transmitir el código al Sagrado Alacio, el buque insignia de la armada. Sus hombres trasladaron a los prisioneros a los carros que les llevarían al castillo.
—¿Qué hacemos con el cargamento incautado, mi capitán?
—Será destruido, por supuesto. Cabo, escolte a los prisioneros hacia Ispal.
—¿Capitán? ¿No regresamos todos?
—Ya tiene sus órdenes.
—Pero…
Zanjó la discusión acercando su rostro a un palmo de distancia con el del cabo, que sostuvo su mirada apenas un segundo y se volvió para seguir los pasos de los prisioneros.
«Este chico traerá problemas», meditó mientras les perdía de vista y sólo el brillo de las antorchas delataba sus posiciones.
—Narbe, traslade el cargamento incautado al almacén de la guardia.
El aludido asintió con expresión seria, sólo quebrada por la gran cicatriz que surcaba su rostro desde el ojo derecho hasta el labio, otorgándole una apariencia siniestra.
«Sólo puedo confiar en ti, y no estoy del todo seguro», pensó mientras examinaba las cajas incautadas. Nueve de ellas contenían hierba seca del desierto y dos más estaban llenas de telas de algodón que tanto apreciaba aquella gente. Pero la joya era un ánfora repleta de resina, que alcanzaría una fortuna en el mercado negro.
«Por fortuna, no lo habéis conseguido».
Sonrió, con la sensación del deber cumplido, y se dirigió hacia la ciudad.
El informe al rey hechicero resultó agotador. El monarca era el único que le intimidaba en todo Logos, exceptuando a Mexes, el dragón. Aunque se cuidaba mucho de mostrarlo abiertamente. Su destreza con la espada siempre le había otorgado ventaja sobre cualquier contendiente, pero la magia era otro asunto.
La huida del barco de los contrabandistas no agradó al rey, que ordenó a la flota peinar las aguas en su busca.
—Apenas quedan barcos disponibles, mi señor…
—¿Acaso no he sido claro, Bernard? ¡Destine todos los barcos capaces de navegar en la persecución! —bramó el rey hechicero, fuera de sí—. ¡Y apremie a los astilleros para que completen las reparaciones de los restantes!
—Así se hará, mi señor.
Se retiró con tanta humildad que sintió asco de sí mismo. Pero aquello agradaba a su señor y los años le habían enseñado a mostrarle servilismo. Al fin y al cabo le había ascendido hasta el mayor escalafón de la guardia, no podía aspirar a más. Y tampoco hacía falta.
Atravesó el corredor con grandes zancadas en dirección al cuartel, que ocupaba gran parte del muro occidental de la fortaleza. Alcanzó el comedor de la guardia e hizo señas a sus hombres de confianza para que le acompañasen.
—¡Capitán! —el irritante cabo se acercó sin ser invitado—. ¿Se marcha?
—No es asunto suyo, cabo.
—Quería sugerir un par de ideas respecto a los contrabandistas que tal vez sean de su interés. Si lo desea, puedo despacharlos con el rey.
Respiró hondo para medir sus palabras.
—Está bien, cabo. Acompáñenos. ¡Sargento Clement! —el aludido, un hombre orondo con el rostro colorado por el esfuerzo de recorrer apenas diez metros, se detuvo jadeando ante él—. Queda al mando de la guardia.
Caminó hacia la salida seguido por dos de sus hombres de confianza y del cabo, que trataba de mantener su paso parloteando sobre estrategias para capturar a los contrabandistas. Trató de disimular su aversión con una expresión neutra mientras atravesaban el patio de armas hacia la calle de los primeros reyes.
Ispal estaba erigida al pie de las escarpadas montañas blancas. El castillo ocupaba el lugar más elevado, desde el que se dominaba toda la ciudad, formada por infinidad de casas de piedra extraída de las propias montañas que modelaban un verdadero laberinto sobre el que emergían los palacios de la nobleza y el gran templo. Pasaron junto a ese enorme edificio, al que los fieles entraban para asistir a la ceremonia del mediodía.
«O para pasar un rato en un lugar fresco», pensó con sorna, nada aficionado a las ceremonias.
Cruzaron la muralla interior hacia el barrio de los mercaderes, apartando a la gente a empujones. Aquel arrabal siempre estaba atestado de gente: compradores, porteadores llevando mercancía desde o hacia los puestos, curiosos, niños correteando mientras molestaban a unos y a otros… Un caos que con gusto pondría en orden si el rey lo autorizase.
Alcanzaron un almacén que mostraba infinidad de telas de diversos colores colgando por todas partes.
—Bienvenido al gremio, capitán —saludó un hombre vestido con una rica túnica de color púrpura.
—Maese Sarto, veo que el negocio va bien —comentó mientras acariciaba las exquisitas telas que el mercader ofrecía en su comercio.
—No crea, capitán… atravesamos dificultades…
«Ya… claro». Una media sonrisa se dibujó en su rostro.
—Todos lo hacemos, maese Sarto. Pero debemos contribuir a la corona.
—¡Por supuesto! ¡Acompáñeme! Los diezmos han sido recaudados en el gremio y están listos para enviarlos a la fortaleza.
Siguieron al mercader hasta la trastienda, en la que varias personas plegaban cuidadosamente piezas de telas de distintos colores. Sarto apartó una cortina y les hizo pasar a un reservado, en el que una gran mesa presidía su despacho. Sobre ella había un cofre de buen tamaño que procedió a abrir con una llave que colgaba de una cadena alrededor de su cuello.
El capitán se acercó y contempló la gran cantidad de monedas que contenía. Metió la mano y las removió, comprobando que llegasen hasta el fondo. Cuando retiró la mano, cogió un gran puñado y lo guardó en el bolsillo, ante la mirada de reproche del cabo.
—No está todo, Sarto. Deberías contarlo de nuevo y asegurarte de que llega la cantidad correcta a la fortaleza.
—Sí… sí, por supuesto… así lo haré —balbuceó el mercader, cerrando el cofre antes de que alguien más decidiese meter la mano.
Abandonaron el almacén en silencio. Si el cabo rumiaba algo, se abstuvo de comentarlo en voz alta. Repitieron la operación en otros gremios, antes de dirigirse al puerto. El hedor a pescado y a marineros que necesitaban un baño cargaba el lugar. Costaba atravesar el aire como se avanzasen contra las olas. Detestaba acercarse a aquel barrio, en el que se concentraba la mayor parte de la escoria de Ispal. Multitud de garitos como tabernas, prostíbulos, posadas, talleres o casas de caridad se apiñaban junto a las salidas de las cloacas de la ciudad, que vertían sus aguas negras directamente al gran lago salado, completando la horrible sinfonía olfativa que castigaba su pituitaria y a la que los habitantes del lugar parecían acostumbrados.
Atravesó el malecón principal hasta que alcanzó los astilleros: un gran recinto en la parte más occidental de la ciudad, cuajado de talleres y almacenes. Dos estructuras de madera ocupaban sendos diques secos, asemejando a las costillas de grandes esqueletos de leviatanes que algún día se convertirían en los mayores buques que jamás hubieran surcado las aguas del gran lago salado. En otros muelles de menor tamaño se completaban las reparaciones de varios barcos más pequeños.
Un hombre musculoso, con el cráneo afeitado y ojos de un azul profundo acudió hacia ellos y le dio un fuerte abrazo.
—¡Bernard! —bramó con una voz que surgía de lo más profundo de su pecho, grueso como un tonel, que rivalizaba con el del propio Bernard—. ¡A qué debo el placer de tu visita!
—Vengo por asuntos del rey, Togal —se volvió hacia sus hombres y el cabo—. Vosotros tres, inspeccionad el estado del mantenimiento de los barcos de la armada —Narbe, su número uno, asintió y acompañó al cabo, mientras que el segundo hombre se alejaba en dirección a los últimos muelles.
Esperó a que se hubieran alejado lo suficiente y se acercó más a Togal.
—El rey comienza a impacientarse con las reparaciones.
Togal se frotó el cráneo con la mano.
—Podemos tener listo el Ira de Förste en una semana, si destino los hombres suficientes.
Bernard acarició su barba, meditó las opciones y asintió. Depositó unas monedas disimuladamente en la mano de su interlocutor, que las hizo desaparecer en cuestión de segundos en su chaleco.
—Nos pondremos con ello en seguida.
—Tampoco tengas prisa, una semana está bien. No quiero que haya demasiados peces en el agua al mismo tiempo.
—Como desees, amigo —Togal sonrió revelando una colección de dientes amarillentos.
El encargado del astillero le puso al tanto de los avances en la construcción de los nuevos navíos y las reparaciones pendientes. Satisfecho, Bernard le dio una fuerte palmada en la espalda y llamó a sus hombres. El cabo procedió a relatar una serie de irregularidades que había observado: empezando con la escasa dotación de carpinteros que trabajaban en los barcos y acabando con el nulo interés con el que realizaban sus tareas.
—Calma, cabo. Está solucionado.
Caminaron por el apestoso malecón de regreso a la fortaleza.
—Capitán…
—Diga lo que tiene que decir, cabo —replicó con exasperación.
—He hablado con uno de los trabajadores… un joven que tengo a sueldo infiltrado en el astillero.
Bernard cruzó una mirada con su número uno, que caminaba justo detrás del cabo. El hombre enarcó una ceja y Bernard negó levemente.
—Prosiga.
—Me ha dado un soplo: esta noche está prevista la entrega de otro cargamento de contrabando.
«Interesante».
—¿Conoce el lugar?
—No estaba seguro. En algún punto de la bahía negra.
—Es un buen sitio, apartado de miradas indiscretas. Aunque no hay muchas zonas donde alcanzar la orilla.
—Lo he pensado, capitán. Podemos dividirnos en grupos y esperar a los contrabandistas. La bahía es profunda, es posible que el barco fondee en ella, y si cerramos la salida al gran lago…
—… atraparemos a la rata en la trampa. Bien pensado, cabo.
El aludido se irguió en toda su estatura, satisfecho.
Desplegaron la trampa al atardecer. Hizo volver al Sagrado Alacio, el único buque al alcance de un ave mensajera, y se mantuvo alejado para no hacer huir a su presa, pero lo suficientemente cerca como para acudir a bloquear su escape.
Estableció tres grupos, comandando el situado en el lugar más probable para el desembarco: una playa estrecha a la que se accedía por unos serpenteantes escalones tallados en la propia piedra del acantilado.
—¿Cree que vendrán por aquí, capitán? —el cabo estaba excitado con la posibilidad de realizar por fin una captura importante.
—Es lo más probable, cabo. Los otros lugares están muy alejados de los caminos, es difícil que transporten las mercancías a pie hasta que puedan moverlas en carros.
—Aun así, creo que somos pocos para reducirlos.
«Tal vez…», pensó observando al cuarteto que le acompañaba. Había tenido que dividir sus efectivos, pero confiaba en aquellos hombres. «Serán suficientes».
La noche cubrió la bahía con un manto de oscuridad que hizo juego con el color de las aguas. El cabo mordisqueaba sus uñas y movía rítmicamente la pierna con irritante frecuencia. El olor a mar y a algas inundaba su olfato, mientras que la humedad acentuaba la sensación de frío. No era el único, a juzgar por el ruido de roce con la tela del uniforme que escuchó procedente de sus hombres. Pasaron un par de horas ateridos, sin novedades. Los cuatro comenzaban a cansarse.
—Tal vez su soplo no fuera acertado, cabo.
—Estoy seguro de que será esta noche, capitán. Pondría la mano en el fuego por mi informante.
—¿De quién se trata? Me gustaría conocer a ese activo tan valioso.
—Prefiere tratar sólo conmigo, capitán. Pero goza de mi absoluta confianza.
«Qué inconveniente», pensó, y se refugió en su capa, comenzando a tiritar.
—¡Capitán! ¡Movimiento! —susurró Narbe, su número uno.
Una fila de luces descendía serpenteando por las escaleras talladas en el acantilado.
—Le dije que sería hoy —comentó el cabo, tan nervioso como ilusionado.
—Bien hecho, cabo. Esperen a mi señal. No haremos nada hasta que la mercancía toque tierra.
La comitiva de luces ambarinas alcanzó la orilla, justo como la noche anterior. En esta ocasión contaron más de una docena de hombres.
—Son demasiados… —comentó el cabo con voz temblorosa.
—Estoy de acuerdo —admitió Bernard. Se volvió hacia sus hombres—. Narbe, avisa a los otros grupos para que se reúnan con nosotros.
El aludido se apresuró prácticamente a oscuras, con el mayor sigilo posible.
—¿Llegarán a tiempo?
—Confiemos en ello, cabo.
Al cabo de unos minutos percibieron movimiento entre la gente de la orilla. Dos barcas alcanzaron la playa, casi al mismo tiempo. Una algarabía de voces alegres llegó hasta ellos.
«Qué poco profesionales», pensó con disgusto.
El cabo se mordía las uñas de tal modo que parecía ir a arrancarse los dedos, mientras observaba nervioso a la multitud que descargaba caja tras caja en la orilla. Lanzaba fugaces miradas hacia la parte superior del acantilado, esperando ver cómo los refuerzos emergían de la oscuridad.
—Espero que el Sagrado Alacio esté en su posición…
—Descuide, cabo. Son lo mejor de la armada y saben cumplir órdenes. Estarán allí.
Las cajas iban tocando tierra con velocidad.
—No van a llegar a tiempo…
—Tiene razón, cabo. Tendremos que intervenir.
—¡Pero sólo somos cuatro!
—Somos suficientes. Estamos perfectamente entrenados y sabemos lo que tenemos que hacer. Esos patanes no son una amenaza.
—Pero…
—¿Tiene miedo, cabo?
—No, capitán, pero…
—Sin peros. Los demás. ¿Estáis conmigo?
—Sí, capitán —contestaron a coro los otros dos soldados.
—Entonces, seguidme —añadió sin más pompa y comenzó a caminar hacia el grupo de la orilla, con la espada desenvainada.
El cabo parecía aterrado, pero le siguió. Cubrieron en silencio los apenas cien metros que les separaban de su objetivo. Cuando se acercaron, reconoció a Togal, el administrador de los astilleros, con su corpulencia y el cráneo afeitado, organizando la descarga.
—¡Togal! —bramó Bernard, mientras envainaba la espada.
—¡Por las barbas de Alacio! —gritó el aludido llevándose la mano al pecho—. ¡Bernard! ¿Pretendes matarme de un susto? —se acercó y se fundieron en un abrazo.
—¡Capitán! —aulló el cabo, blandiendo su espada—. ¿Por qué no le detiene?
—¿Qué dice este imberbe? —espetó Togal, escupiendo en el suelo.
—No te preocupes por el chico —Bernard indicó al cabo que guardara silencio.
—¡Los refuerzos están al caer! ¡Rendíos! —ordenó el cabo con voz chillona y blandiendo la espada al aire.
—¿Esperamos compañía? —Togal miró alternativamente al cabo y a Bernard.
—En absoluto. Continuad con lo vuestro, no os preocupéis por nosotros.
—Pero… ¡Qué está haciendo, capitán! ¡Los refuerzos…!
El cabo cerró la boca de repente cuando Narbe, el hombre encargado de pedir refuerzos, se reunió con ellos con una sonrisa lobuna que acentuaba sus rasgos.
—¡Traidores! —chilló el cabo—. ¡Pagaréis por esto!
«Acabas de decidir tu suerte».
El cabo compuso una expresión de sorpresa cuando una espada atravesó su espalda desde atrás. Trató de agarrar el filo que asomaba por su pecho y cayó desplomado sobre la arena, tiñéndola de rojo. El soldado que lo había apuñalado limpió el su espada con la propia capa del caído.
—Una lástima —dijo Togal—. ¿Esperamos más compañía?
—No. Pero daos prisa. No quiero más incidentes.
Togal apresuró a sus hombres, que completaron la descarga en unos minutos. Las barcas regresaron a las aguas y una cadena de estibadores transportó las cajas por las escarpadas escaleras del acantilado.
—¿A qué ha venido este teatro?
—Tienes un topo en el astillero, Togal.
—¿Quién?
—No lo sé, pero ándate con cuidado. No deseamos que nuestras actividades lleguen a oídos del rey.
—Por supuesto.
—Es posible que debamos satisfacerle con algún éxito de la guardia…
—Será caro. Anoche perdimos varios hombres…
—Me refiero a apresar un barco, Togal.
El fortachón se frotó el cráneo, maldiciendo.
—Está bien… tratad de no hundirlo. Si lo incautáis, después podemos repararlo en el astillero e incorporarlo a la armada. Sacaremos tajada por otro lado.
—Eres un auténtico hombre de negocios, Togal. Por eso me caes tan bien.