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Relato: Joseph de Noé Codonal

Ya tenemos nuevo relato ambientado en el mundo de Logos. En esta ocasión Noé Codonal nos hace seguir los pasos de otro de los personajes que pueblan este particular universo y al que podremos ver en la novela: Joseph.

Disfrutad de este nuevo texto que nos acerca más a sentir la tierra de Logos y a descubrir los peligrosos hilos que se mueven en sus sombras.

 


 

 Joseph

—Y así es como Alacio sobrevoló Ispal a lomos de Förste.

Joseph cerró el libro y besó a su hijo en la frente. El pequeño tenía mucha fiebre y se quemó ligeramente los labios.

—Debe ser genial volar en un dragón, papá —dijo el niño con un hilo de voz, justo antes de quedarse profundamente dormido.

«No lo creo», pensó mientras su imagen recreaba la única vez que había visto uno: aunque fue una pequeña mota atravesando con velocidad un cielo completamente azul, le produjo un escalofrío. Mexes, el dragón del rey hechicero, era el único dragón vivo en todo Logos. Y había que remontarse a tiempos del propio Alacio para encontrar a Förste, la primera de aquellas criaturas que habían aterrorizado a todo el mundo. Las llamas de un enorme hogar crepitaban al lado de la cama del niño.

—Tiene fiebre, no creo que sea bueno tenerle tan cerca de la chimenea.

—Es consejo de la sanadora, Joseph —dijo una anciana encorvada tras él—. No toda la sabiduría se encuentra en los libros.

—Justo al contrario, abuela. El saber se encuentra en ellos

¡Paparruchas! —exclamó la anciana, y el niño dio un leve respingo sin llegar a despertarse—. Nos pones a todos en peligro cuando andas de aquí para allá con libros encima, cualquier día te prenderán. ¿Quién cuidará de tu familia entonces?

Cruzó una silenciosa mirada con su esposa, que se sentaba al otro lado de la cama mientras trataba de bajar la fiebre de su hijo con un paño húmedo.

—Es tarde, deberías descansar —dijo ella sin apartar la vista del niño—. Yo me quedaré a su lado toda la noche.

Joseph contempló el juego de luces y sombras que las llamas producían en el rostro de su hijo. Le besó de nuevo y se despidió de su esposa.

—No olvides llevarte eso —musitó la abuela, señalando el libro como si fuese una alimaña.

—Descuida. Volveré por la mañana.

—Si el Espíritu quiere —añadió la anciana.

«Eso sí que son paparruchas», pensó mientras se mordía la lengua para no replicar. La anciana era muy supersticiosa y tenía un genio inmenso, mejor no avivar ese fuego. Ocultó el libro en el interior de su jubón y se acomodó la capa para abrigarse y disimular el bulto a partes iguales. Los ecos de la taberna anexa aún llegaban hasta aquella estancia, que se utilizaba como cocina. Salió por una pequeña puerta lateral que comunicaba con los establos, en los que una mula descansaba de forma tan agitada como su hijo. El frío azotó su rostro cuando recorrió la calle chapoteando en dirección a su propia casa. En ese momento, la idea de colocar la cama del pequeño junto a la chimenea no le pareció tan mala. La primavera había venido fría y lluviosa aquel año, provocando que muchos aldeanos enfermasen de fríos como su propio su hijo.

Empezó a llover antes de que alcanzase su hogar. Se encogió bajo la capa y apretó el paso, pero cuando llegó a la puerta su capa chorreaba. La noche estaba oscura como las escamas de Mexes, el dragón, y la tarea de encontrar la cerradura al tacto se hizo casi titánica debido a los temblores que el frío y algo más producían en sus manos. La llave se le cayó al suelo y produjo un fuerte chapoteo en el barro.

«¡Maldición!», pensó mientras se agachaba a palpar en el viscoso fango hasta que la encontró. Consiguió entrar en su hogar y se deshizo de la capa empapada. Se limpió las manos a tientas con un paño y extrajo el libro de debajo de sus ropajes con el mismo cuidado con el que acunaba a su hijo cuando nació. Unos rescoldos indicaban la posición de la chimenea, pero resultaban incapaces de iluminar o calentar la estancia. Depositó el libro en un taburete y avivó el fuego para confortarse. Comprobó la hora en el reloj de arena sobre la repisa de la chimenea, un lujo heredado de su abuelo. Marcaba la hora primera de la noche.

«Aún falta una hora». Aprovechó ese tiempo para esconder el libro junto a los demás, en el lugar más seguro de su casa. Una jarapa de esparto ocultaba una trampilla bajo la cual se ubicaba un cofre con el mayor tesoro de El Robledal. O de incluso de todo el Dominio. Una colección de libros que incluso el propio rey hechicero codiciaría.

 

 

—Llegas tarde.

Pasaba media hora de la segunda de la noche cuando llegó su contacto, un hombre escuálido, bajito y con pequeños ojos que le recordaba a un ratón.

—No es fácil llegar hasta aquí, Joseph —se excusó mientras descolgaba la mochila que portaba al hombro—. Y menos aún conseguir lo que me has pedido.

El hombre le tendió un tomo encuadernado en piel oscura con cantoneras de metal y abundantes nervios en el lomo. Pesaba una barbaridad.

¿Dónde lo has conseguido?

—Sin preguntas. Tú lo pagas y yo lo consigo, es simple.

—Claro… aquí tienes la otra mitad del pago —depositó un saquito en la mano del hombre con ojos de roedor, que procedió a comprobar que estaba todo.

¿Necesitas algo más?

—Si lo que busco está en este volumen, no será necesario… por un tiempo.

—Como desees. Ya sabes cómo encontrarme, Joseph de El Robledal.

Los hombres se despidieron sin más formalidades y regresó a su hogar para revisar la mercancía con más luz.

 

 

¡Buenos días! —saludó a la pequeña multitud que abarrotaba la cocina de la posada. La abuela removía el contenido de un puchero en el fuego, mientras que varias mujeres jóvenes entraban y salían por la puerta que comunicaba con la taberna, cargadas con bandejas con tostadas, huevos, carne asada y jarras de vino y bebidas más fuertes. Dos hombres jóvenes desayunaban en una mesa y le saludaron. Un mono de pelaje entrecano vestido con un chaleco carmesí le apartó de un empujón mientras acarreaba un cesto con ropa sucia. Reprimió un exabrupto que habría agriado su humor y se acercó al lecho en el que reposaba su hijo, rodeado por su madre y la sanadora a ambos lados de la cama.

—Pareces de buen humor —dijo su esposa con voz monocorde, mientras alimentaba al pequeño con mucho esfuerzo.

—Así es —depositó un suave beso en cada uno de los miembros de su familia—. Creo haber encontrado un remedio para Darío.

¿Otra vez? No eres sanador, Joseph.

Aquello dolió. Lo intentaba con todas sus fuerzas.

—Tal vez ella no conozca este remedio —sacó el pesado tomo de entre sus ropajes.

La abuela bufó y le taladró con la mirada, pero no dijo nada. Lo abrió por una página en la que destacaba un grabado que mostraba varias plantas pequeñas y una gran cantidad de runas. La sanadora se acercó con curiosidad. Examinó con atención los grabados.

—Esta parece hipérico —señaló la primera a la izquierda—. Esta otra es lavanda, seguro. Ésta no sé cuál es… parece…

—Aquí pone que es Ágave —dijo Joseph señalando parte del texto en runas—. Disculpa, olvidaba que…

…que no sé leer —terminó la sanadora—. Prefiero mantenerme dentro de la ley, Joseph. Es muy arriesgado…

—Alguien tiene que hacerlo, sanadora —la mujer enarcó las cejas, poco convencida—. Si queremos plantar cara al rey algún día, necesitaremos todas las armas a nuestro alcance. Y el conocimiento es un arma poderosa…

¡Anda ya! —espetó la abuela—. ¿Cómo vas a hacer frente al rey hechicero y su dragón? ¿Arrojándoles tus libros?

Varias risitas enmarcaron el comentario de la abuela, pero no hicieron mella en él. Completó la lista de ingredientes con la sanadora y salieron a buscarlos.

Reunirlos les llevó casi todo el día. Algunos, como la corteza de sauce o el hipérico, eran fáciles de conseguir. Otros resultaron un auténtico desafío. Pero al caer la tarde, la tarea estaba completa.

—Tienes que machacarlos bien y dejarlos infusionar durante una hora —comentó la sanadora mientras regresaban a la aldea.

Él asintió sin decir palabra mientras fantaseaba en conseguir de una vez por todas el remedio que curase a su hijo enfermo.

—La abuela tiene razón, Joseph. Te arriesgas demasiado y nos pones en peligro a todos.

Guardó silencio e inspiró profundamente. «¿Por qué nadie entiende la importancia que tiene mi trabajo?».

¿Qué crees que pasaría si tus actividades llegan a oídos del rey? Tener libros se castiga con la muerte, Joseph. ¿Acaso lo has olvidado?

—No lo he olvidado, pero

—Por no hablar de las consecuencias para toda la aldea si el hechicero averigua que te hemos ayudado.

¿Ayudado? ¿Cómo pretendemos mantener una Resistencia organizada desde la oscuridad, sin conocimiento? ¿No os dais cuenta de que el conocimiento es poder? ¡El arma capaz de derrotar al hechicero o a su dragón puede estar en uno de esos libros! ¡O remedios para curar la epidemia de fríos de la aldea!

—O puede que no. Puede que lo que encontremos sea nuestra perdición. Yo creo que no estamos tan mal…

—Tus propios hijos no opinan igual, sanadora.

La mujer se encogió ante el comentario.

—Lo siento, me he pasado.

—No te disculpes, Joseph. Es cierto, aunque no por ello piense que hacéis lo correcto —miró el saquito con las hierbas que habían recogido—. Espero que el remedio funcione. De verdad.

Apretó con cariño el hombro de la sanadora. Era una buena mujer, siempre dispuesta a ayudar a los afligidos. Se merecía algo mejor. «Todos nos lo merecemos».

Completaron el recorrido en silencio y se despidieron al salir de la arboleda, a las afueras de la aldea. Joseph se dirigió a su morada, donde pronto se dispuso a preparar la medicina. Colocó un pequeño caldero con agua en la chimenea mientras limpiaba las hierbas de forma meticulosa. Machacó la corteza de sauce en un mortero de piedra y poco a poco fue incorporando las demás hierbas en el orden descrito en el libro. Elevó el caldero tirando de las cadenas que lo sujetaban hasta una altura en la cual apenas burbujeaba. Miró el reloj de arena y, cuando transcurrió el tiempo descrito, retiró el recipiente del fuego y dejó reposar la mezcla, que despedía un intenso y agradable olor a flores y cítricos. Contempló el líquido verde amarillento mientras esperaba nervioso a que se enfriase.

«Espero que esta vez funcione».

Cuando el reloj le indicó que había pasado el tiempo adecuado, decantó el líquido aún caliente en una botella de cristal forrada de esparto. Cogió su capa y abrió la puerta para ir a curar a su pequeño.

—Joseph. ¿Dónde vas con tanta prisa?

La sangre se heló en sus venas y un escalofrío le dejó paralizado.

Varios hombres bloqueaban el paso. Reconoció a casi todos, incluido el hombrecillo de ojos de ratón que le suministraba los libros. Tres guardias enfundados en uniformes negros como la noche completaban el grupo. El padre Galen, el monje rojo que guardaba la fe en El Robledal volvió a hablar mientras le empujaba con suavidad de regreso al interior.

—Me han llegado noticias preocupantes, Joseph —dijo el monje, moviendo la punta de su nariz ganchuda al hablar. Sus penetrantes ojos oscuros brillaban bajo la capucha roja de su túnica y parecían capaces de leer en su alma lo que su boca se negaba a revelar.

El monje hizo una seña a los guardias, que comenzaron a revolver la casa. El hombre de ojillos de ratón sonreía como una alimaña mientras ponían la casa patas arriba.

¡Cuidado, por favor! —acertó a rogar con un hilo de voz mientras volcaban estanterías, levantaban jergones y derribaban muebles. Uno de ellos pateó el caldero, esparciendo su contenido por el suelo.

El monje se acuclilló para olerlo.

—Un preparado interesante… ¿Es hipérico lo que huelo?

—Así es, padre Galen.

¿Un remedio para tu hijo?

Joseph asintió aferrando con fuerza la botella con el remedio, gesto que no pareció pasar desapercibido al monje.

¿Dónde aprendiste a prepararlo?

Joseph se encogió de hombros.

—Puedo… interrogar a la sanadora al respecto si es necesario…

¡Ella no sabe nada!

—Entonces, repetiré la pregunta —enarcó una ceja y se acercó a él como un depredador, enseñando los colmillos al hablar con tono monocorde—. ¿Dónde has aprendido a preparar este remedio?

Guardó silencio, incapaz de encontrar una excusa creíble. Miró al hombrecillo de ojos de ratón, que seguía sonriendo. Se sintió tentado de estrangularle allí mismo.

¡Padre! —uno de los guardias había retirado la jarapa y descubierto la trampilla—. ¡Mire esto!

La trampilla crujió y reveló el cofre que con tanto empeño había mantenido oculto. El monje se acercó y abrió la tapa, dejando los libros al descubierto.

—Vaya, vaya. Tienes una colección interesante aquí, Joseph.

Uno de los guardias le retorció los brazos a la espalda y el remedio cayó al suelo, rompiéndose en pedazos y rezumando el líquido a través de la funda de cuerda.

¡No! —exclamó intentando agacharse para tomar el líquido entre sus manos. El guardia era mucho más fuerte y apenas se inmutó.

—Donde vas no necesitarás eso —espetó el monje con desprecio mientras depositaba un saco de monedas en la mano del hombre con ojillos de ratón, que lo guardó como un rayo y salió allí sin más demora.

¡Estás condenando a mi hijo!

—No. Tu hijo sanará si es la voluntad de Alacio. Te estoy condenando a ti —se volvió y señaló los libros—. Has cometido un crimen contra el rey hechicero. El castigo para esa traición es arder en las llamas purificadoras en el próximo Día del Fuego. Que Förste se apiade de tu alma.

 

 

Modificado por última vez enMiércoles, 17 Agosto 2022 08:36

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