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Relato: Beatriz de Noé Codonal

Noé Codonal nos sigue transportando con sus originales relatos al mundo de Logos, el universo fantástico en el que se enmarca su primera novela "Logos" y que verá la luz a finales de este año.

Aquí seguiremos los pasos de Beatriz en su camino hacia tierras del oeste. Esperamos que disfrutéis de este nuevo relato.

 


 

 Beatriz

—Apresuraos, lady Beatriz.

—No me llames así, Dina —miró a la regordeta y anciana doncella que la había servido desde hacía décadas—. A partir de ahora, la nobleza se queda atrás, en este castillo.

—Vos siempre seréis mi señora —insistió la doncella mientras la ayudaba a ajustar su vestimenta, una discreta ropa de viaje que ocultaba sus formas y su rostro.

Se contempló en el espejo y una delgada anciana desconocida le devolvió la mirada.

«El tiempo no perdona a nadie», suspiró mientras salía de su dormitorio por última vez. Descendieron por una escalera de caracol al ritmo más alto que permitían sus viejas y gastadas rodillas, que chirriaban a cada paso como dos goznes oxidados. Los demás esperaban en el patio de armas cuando salieron al exterior.

¡Por fin! ¡Temía ver aparecer al dragón sobre el castillo antes de que estuvieses lista!

—Voy todo lo deprisa que puedo, Edel —besó a su esposo en su arrugada mejilla—. Ya no soy una jovencita, mi agilidad se disipó hace décadas.

Su marido la miró con dulzura y acarició sus mejillas. Las lágrimas brotaron silenciosas y enterró su rostro en el pecho de su esposo.

—Conde Edel, debemos partir de inmediato —dijo un joven fuerte, enfundado en el oscuro uniforme de cuero que usaban los alguaciles de las aldeas.

—Sí… dadnos sólo un instante para despedirnos de nuestro hogar.

El joven asintió y fingió ajustar los arreos de los caballos mientras ellos se abrazaban en silencio y contemplaban su hogar por última vez. La pequeña torre de piedra gris en la que habían pasado una vida entera aparecía oscura, vacía, sin vida como la concha vacía de un caracol que ha pasado a mejor vida.

«¿Qué será de nuestro hogar? ¿Ese malnacido lo gobernará con crueldad?».

Nacer noble en Logos tenía muchos privilegios, pero no estaba exento de peligros. En ocasiones como ésta, le habría gustado nacer en una familia más humilde, sin tantas amenazas. «Y haber tenido descendencia». Una punzada de dolor se instaló en su pecho al pensar que no había conseguido engendrar un heredero para Edel. Su esposo jamás se lo había reprochado, pero en lo más profundo de su ser sabía que compartía su dolor. Y fue una debilidad que sus enemigos habían sabido aprovechar.

 

 

Hacía seis meses que Edel había sido llamado a la corte, en la lejana Ispal. Había escuchado el relato tantas veces de los labios de su esposo que su mente recreaba la escena como si ella misma hubiera estado presente.

¿Sois el conde Edel, de la fortaleza de Belan? —la voz del rey hechicero helaba la sangre de los hombres más valientes, y su esposo no fue una excepción.

—Sí, Majestad. A su servicio.

La gastada rodilla que apoyaba en el suelo le dolía como si estuviese rota, y no se atrevía a levantar la mirada de las juntas entre la piedra pulida. El salón del trono estaba abarrotado: a un lado, otros nobles parecían esperar su turno; las cortesanas cuchicheaban al otro extremo del salón, mirando furtivamente a los objetos de sus chismorreos. Varios sirvientes culebreaban entre los distintos grupos, realizando tareas invisibles para sus amos. Toda la actividad se extinguió en un instante cuando el monarca habló de nuevo.

—Han llegado a mis oídos noticias preocupantes, conde Edel. El dominio es un territorio grande, puede parecer que no alcanzo cada pequeña comarca, cada aldea, cada hacienda… Pero no se deje engañar, conde. Tengo ojos y oídos en todos los rincones.

El rey hizo una pausa, tal vez esperando a que Edel mordiese el anzuelo. Pero lo cierto es que estaba desconcertado: no tenía la menor idea del motivo por el que había sido convocado.

¿Hay algo que queráis decirme, conde Edel?

—Majestad —tragó saliva y reunió todo su valor para mirar al rey hechicero a los ojos, aunque fuera por un breve instante—. Soy un humilde siervo de Su Majestad, guardián de la comarca de Belan y protector de los súbditos de la Corona. Siempre he sido leal a Su Majestad y lo seguiré siendo durante el resto de mis días.

El rey le escrutó con unos ojos azules que parecían quemar su interior. Volvió a concentrarse en las juntas entre las piedras del piso, incapaz de mantener la vista en el hechicero. Los segundos se le hicieron eternos.

—Está bien, conde. Espero que sus días sean largos y leales… pero hay un asunto que me preocupa.

Edel tragó saliva y otro escalofrío le puso la piel de gallina.

—Sois ya un anciano y, si no me equivoco, no tenéis descendencia. ¿Cierto?

El comentario del monarca dolió como si hundieran una daga en su corazón.

—Así es, Majestad. El sagrado Alacio no ha bendecido mi hogar con un sucesor.

—Con un hijo, querréis decir. Encontrar un sucesor puede ser sencillo —el rey hizo un gesto con la mano hacia el lugar en el que se encontraban los otros nobles convocados—. Hay muchos pretendientes a gobernar Belan, conde Elen.

«No me cabe duda», pensó mientras escrutaba a la bandada de cuervos que posaban sus codiciosos ojos sobre él. Se encontraba en una posición muy delicada y lo sabía. Debía ser prudente y astuto para no avivar la ira del rey, así que tragó de nuevo la bilis que había ascendido quemando su garganta y afirmó:

—Majestad, consideraré cualquier candidato que vos consideréis digno de gobernar Belan.

El rey hechicero asintió, satisfecho, mientras que los nobles se agitaron, disgustados.

«Eso es, banda de buitres. No os servirá de nada adularme o acosarme para ganaros un castillo que no merecéis. Tendréis que esperar la decisión del rey, un hueso mucho más duro de roer». Habría preferido dejar su hogar en manos de sus leales siervos antes que entregarlo a una de aquellas alimañas.

—Sabias palabras, conde Edel. Espero que me sirváis con lealtad durante más tiempo. Os informaré de mi decisión. Podéis retiraros.

Con un esfuerzo titánico, se levantó y realizó una reverencia. En un último vistazo a los presentes, distinguió a un joven bien vestido con unas calzas del excéntrico y carísimo color púrpura que estaba tan de moda entre la clase alta de Ispal. Cuchicheaba con el capitán de la guardia y ambos le miraban sin disimulo. Se volvió y abandonó el salón del trono con toda la rapidez que sus doloridas piernas le permitieron.

¿Sabéis quién ese joven de las calzas púrpuras? El que está junto al capitán—preguntó a un guardia en el pasillo mientras le entregaba una moneda de plata con disimulo.

¡Ah! Ese es Sotkin, el tercer hijo del conde Arulo. Un joven ambicioso, según dicen.

«Sotkin… haré bien en recordar ese nombre».

 

 

¡Beatriz!

Su mente regresó al presente de forma brusca y estuvo desorientada durante unos segundos.

¡Beatriz! —repitió su esposo mientras tendía su mano desde el interior del oscuro carruaje— ¡Tenemos que irnos!

Aceptó la ayuda de Edel y se acomodó en el asiento, frente a él. Dina ocupó su lugar, a su vera, y el alguacil se sentó junto a su marido e indicó al cochero que emprendiese la marcha con un par de golpes secos contra la madera de la cabina.

El carruaje abandonó el castillo de Belan a oscuras, sin luces, sin llamar la atención. Un ligero traqueteo la acunó y la somnolencia la sumió de nuevo en un mar de recuerdos.

 

 

Habían transcurrido tres meses desde que fuera convocado ante el rey. Su esposo recurrió a todos sus contactos: amigos, indagadores, lenguas fáciles de soltar con un poco de vino y plata… Los rumores sobre la sucesión en Belan eran la comidilla de Ispal, la capital del reino. En las tabernas se realizaban incluso apuestas sobre quién sería el elegido del rey. El favorito para los que arriesgaban sus monedas era Vladar, el segundo hijo del gobernante de Caraca, muy del agrado del rey. Otro bien situado era Mocan, tercer hijo de una familia influyente y que había servido bien en la armada, destacando en la batalla del cabo blanco contra los piratas del desierto. La lista se completaba con otros hijos segundones de familias importantes, incluido aquel Sotkin de calzas púrpuras que le había dado tan mala espina a Edel.

¿El rey no va a permitir que elijamos a nuestro propio sucesor? ¡Somos los señores de Belan!

—Querida… Es el rey de todo el Dominio, Belan incluido. Su voluntad prevalece sobre la de cualquier otro en Logos.

¿Nadie está dispuesto a plantarle cara?

Su esposo le había dirigido una severa mirada de advertencia.

—Baja la voz, Beatriz. Ese comentario parece traición —miró hacia la puerta cerrada de su cámara—. No podemos confiarnos, cualquiera puede intentar vendernos para obtener beneficio. No sólo debemos ser honrados, sino parecerlo.

—No es justo, Edel… —susurró mientras apoyaba la cabeza en el hombro de su esposo, que acariciaba su brazo con ternura.

 

 

—Ya hemos llegado. A partir de aquí, nuestros caminos se separan —anunció el alguacil, sacando a Beatriz de su mar de recuerdos.

—Gracias, Jota. Estamos en deuda con vos —su marido cogió las manos del joven entre las suyas.

—No es necesario, conde Edel. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿quién va a hacerlo? Una cosa más: la abuela les envía esto; les ayudará cuando lleguen a su destino.

El joven les tendió dos colgantes de lapislázuli que representaban un águila con las alas extendidas.

—Dadle las gracias en nuestro nombre.

—Lo haré, lady Beatriz. Que tengan buen viaje y el Espíritu de la Naturaleza les proteja.

El joven les acompañó hasta la orilla, donde un par de marineros esperaban junto a una pequeña barca de madera. Subieron con esfuerzo a la embarcación y los hombres ayudaron a Dina a cargar los bultos con las escasas pertenencias que habían podido llevarse. Volvió su rostro hacia la oscuridad para ocultar las lágrimas que caían por sus mejillas, saladas como las propias aguas del gran lago. Se dirigieron hacia un pequeño punto luminoso situado en la lejanía. Beatriz temió que debían cruzar el gran lago a remo hasta que alcanzaron el casco de madera de un barco mucho mayor que su pequeño bote. Desde la cubierta, bajaron una pequeña red atada con cuerdas para subirla a bordo. El proceso le resultó humillante, pero se abstuvo de decirlo y dio las gracias a todos, ya que habría sido incapaz de subir por la escala de cuerda que utilizaban los marineros.

—Bienvenidos al Pinzón —un hombre alto con espesa barba oscura les recibió nada más subir a bordo—. Soy el capitán Álava, estoy a su disposición. El contramaestre les indicará sus camarotes —añadió mientras señalaba a un fornido hombre de piel tostada—. Procuren descansar mientras zarpamos, les veré por la mañana.

Agradecieron la atención del capitán y siguieron al contramaestre hasta el camarote asignado: una pequeña cabina de madera con una litera y un ventanuco al exterior para permitir ventilar la agobiante estancia. Apenas había un cofre para guardar sus ropas durante los días que durase la travesía, y un agujero circular con tapa en un banco para hacer sus necesidades. El contramaestre guió a Dina por el pasillo y cerraron la puerta. Beatriz se sentó en la cama de abajo y rompió a llorar. Su esposo la abrazó con ternura y trató de consolarla.

—Todo saldrá bien, mi amor. Cruzaremos el gran lago y viviremos felices en el bosque del oeste, lejos de ese desgraciado, del rey hechicero y su dragón.

Se tumbaron apretados en el pequeño camastro de debajo, incapaces de trepar a la litera de arriba debido a su edad y al bamboleo del barco. Se quedaron dormidos de inmediato.

Sus sueños fueron tan agitados como la embarcación, que no cesaba de moverse. En varias ocasiones tuvo que destapar el agujero para evacuar el escaso contenido de su estómago. Notaba un sudor frío en la frente y sólo el abrazo de su esposo la mantenía cálida. Debió dormir a ratos, pues notó que la claridad se filtraba por las juntas del ventanuco que daba al exterior.

—Mi amor… ¿estás despierta?

Se volvió con esfuerzo hacia su esposo y enterró la cabeza en su pecho mientras él depositaba un suave beso en su pelo. Permanecieron abrazados hasta que escucharon unos golpes en la puerta de la cabina.

¿Quién es? —preguntó volviéndose hacia la puerta.

—Soy Dina, mi señora. El capitán Álava me envía para que le acompañen en el almuerzo.

—Un momento, Dina.

Abrieron el ventanuco y un fresco aire de la mañana ventiló la cargada cabina. Ayudó a su esposo a vestirse y Edel salió del diminuto camarote, dejando sitio para que la rolliza doncella entrase a asistirla. Poco después se dirigieron al comedor de oficiales, donde el capitán Álava les recibió y les presentó a los demás componentes de la cadena de mando. Trataron varios temas técnicos sobre el gobierno del navío, la duración del viaje y las escalas que tendrían que hacer para abastecerse, comerciar y recoger mercancías para el oeste. Ella jugueteó con la comida, incapaz de probar bocado, volviendo a recordar.

 

 

—Corremos peligro, Beatriz. Tenemos que marcharnos.

¡No pienso abandonar mi hogar!

Hacía una semana que llegó el mensajero. Su hombre de confianza, que había servido con lealtad durante cuarenta años, casi había perdido la vida por alcanzar Belan con la rapidez del rayo.

¿No lo entiendes? ¡Vendrán a por nosotros!

¡Pues les plantaremos cara!

Su esposo negó con resignación y puso las manos sobre sus hombros con delicadeza.

—Mi amor… No hay nada que hacer… ese desgraciado ha convencido al rey de que formamos parte de la Resistencia…

¡Pero no es cierto! ¡Podemos hablar con el rey! ¡Entrará en razón!

Edel negó de nuevo.

—Ha llevado falsos testigos que nos incriminan. La ira del rey es terrible, no escuchará. Si no ha enviado al dragón contra nosotros es porque no desea reducir la fortaleza a cenizas, ya que se la ha prometido a esa rata traidora.

¡Maldito sea su nombre! ¡Que Förste lo incinere a su muerte eternamente!

—Cálmate, mi amor —dijo su esposo mientras la abrazaba para contener sus temblores.

¿Qué vamos a hacer, Edel? No tenemos a nadie…

—No te preocupes, Beatriz. Sé a quién recurrir.

 

 

Al cabo de unos días, la travesía a bordo del Pinzón se hizo más agradable. Ya no hubo más vómitos como los de la primera noche, aunque costó un par de jornadas recuperar su estómago. Beatriz observó impresionada la soleada costa, donde los acantilados de piedra blanca se erguían cientos de metros formando una muralla imponente. Allí, a unos dos tercios de la altura del acantilado, una ciudad entera se adentraba tallada en la roca. Parecía mentira que pudieran subsistir en aquel lugar, pero el capitán Álava les informó que las aguas subterráneas se filtraban hasta ellos, y tenían ingeniosos sistemas para descender hasta la superficie del lago, del que obtenían abundante pesca. Las gentes que habitaban allí vivían de cara al gran lago salado. Le habría encantado visitarla, pero el capitán indicó que no había tiempo.

Una miríada de pequeñas embarcaciones faenaban y se movían en todas direcciones. El Pinzón comerció con varias de ellas y descargaron casi todo el contenido de su bodega, sustituyéndolo por otros paquetes y barriles diferentes. Tras una larga jornada de trajín, zarparon con rumbo al oeste y dejaron atrás aquella fascinante ciudad.

 

 

Apenas cinco días atrás, habían despedido a todo el servicio del castillo. Les informaron de las noticias y les liberaron de sus obligaciones.

—Tenéis libertad para elegir vuestro camino —les dijo su esposo con una rectitud y majestuosidad que no había visto desde que era un joven de apenas treinta años—. Los que deseen abandonar Belan, encontrarán refugio en las aldeas cercanas —un murmullo se extendió entre los sirvientes y guardias reunidos en el patio de armas del castillo—. Los que deseen quedarse y servir al conde Sotkin, serán respetados.

Un gemido ahogado emergió de sus vasallos. La reputación del joven Sotkin había llegado a sus oídos y ninguno deseaba quedarse bajo su gobierno.

—No podemos hacer más, mi amor —susurró su esposo—. Ahora debemos preparar nuestra propia partida.

Al día siguiente se produjo un gran éxodo del castillo, quedando Belan prácticamente vacío. Sólo Dina, su doncella, y el hombre de confianza de Edel se quedaron junto a ellos. Prepararon con velocidad el equipaje con lo imprescindible y, al caer la noche, escucharon el golpeteo de los cascos de un caballo en el patio. Su esposo acudió a recibir al recién llegado.

—Alguacil… Gracias por venir.

—No hay por qué darlas, conde Edel. Nos ayudamos los unos a los otros. ¿Están listos para partir? —añadió el hombre mientras inspeccionaba el carruaje en el que cargaban las últimos bultos.

—Sí, nos marcharemos enseguida.

—Debemos hacerlo, no queda mucho tiempo.

 

 

El Pinzón alcanzó su destino semanas después. La muralla que se alzaba frente a ellos en esta ocasión era verde y mediría más de cien metros. Los árboles de aquel bosque sobrepasaban los límites de su imaginación, erguidos como gigantescos guardianes sobre una plataforma caliza que emergía decenas de metros sobre la superficie del lago. El barco fondeó cerca de la orilla, en la que se divisaba un muelle de madera y unas escaleras que ascendían en zigzag hasta alcanzar el suelo del bosque. Los marineros utilizaron los botes para descargar las mercancías hasta el muelle, donde varios hombres procedentes del bosque ayudaban en la tarea.

El capitán se despidió de ellos y utilizaron el mismo sistema de redes para bajar como si fueran ganado que habían usado al abordar el Pinzón, aunque ya no le resultó tan humillante. Alcanzaron el muelle y, al bajar del bote, le dio la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies.

—Lo llaman el mareo del marinero —informó el contramaestre, que les indicó que le siguieran hasta varios hombres que esperaba al pie de la escalera que ascendía al bosque.

—Bienvenidos al oeste —saludó el más anciano, un individuo alto, delgado y con barba entrecana, que examinó sus colgantes de lapislázuli con interés—. Aquí encontraréis un hogar seguro.

Beatriz se preparó para otro duro ascenso para sus rodillas, hacia su nuevo hogar. Sintió el firme apretón de Edel en su mano y sonrió a su esposo, consciente de que afrontaban un nuevo comienzo, en paz.

«Aquí tenemos todo lo que necesitamos. Sólo somos Edel y Beatriz».

 

 

Modificado por última vez enViernes, 02 Septiembre 2022 14:58

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2 comentarios

  • Juan José
    Juan José Viernes, 02 Septiembre 2022 07:34 Enlace al Comentario

    Esta muy bien, con un lenguaje muy fluido y un par de erratas de sintaxis

  • Willow
    Willow Jueves, 01 Septiembre 2022 15:58 Enlace al Comentario

    Jamás escribiría un comentario positivo que no siento, pero estoy absolutamente fascinada con esta historia de fantasía épica. Desde el principio quería leer más y más, la narrativa es muy fluida y dinámica, mis ojos no podían despegarse de las palabras... Gracias a la autora, le auguro muchos éxitos por dos razones (que rara vez se unen en un mismo escritor): escribe precioso y la historia es cautivante.

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