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Relato: Gaia de Noé Codonal

Ya va quedando menos para que "Logos" de Noé Codonal vea la luz. Por el momento, podemos seguir disfrutando de estas píldoras literarias que nos regala el autor y que van dando forma al mundo de Logos, a sus habitantes y sus tribulaciones.

En esta ocasión regresamos a la Ciudad de los acantilados a través de la mirada de Gaia. No os lo perdáis.

 


 

 Gaia

Gaia acarreaba su pesada carga por el camino de las aguas, la avenida principal de la ciudad de los acantilados.

—Hija, no te rezagues o no quedará nada para almorzar —dijo Sim con una expresión de ternura y el acento musical tan común en aquella ciudad.

Ella sonrió a su padre y apretó el paso, sujetando con fuerza la gran cesta que despedía un intenso olor a pescado. Apenas rozaba la veintena, pero llevaba ya casi cinco años colaborando para mantener a la familia. Y le encantaba salir a faenar con su padre. Sentir el fresco viento de la mañana y el olor a sal mientras surcaban el gran lago salado, la inmensa extensión azul desde la que el Guardián de las aguas les obsequiaba con su sustento.

Dejaron atrás la avenida y serpentearon por un laberinto blanco de calles empedradas, tan estrechas que casi rozaban las paredes de las casas cuando se cruzaban con alguien. Por fortuna, no había mucha gente por la calle tan temprano. Se detuvieron ante una puerta de color azul rematada con un arco, y un joven moreno abrió la puerta:

¡Padre! ¡Gaia! ¡Llegáis tarde! Madre se ha levantado de un humor de perros, daos prisa si queréis almorzar.

Últimamente madre siempre está de mal humor, Eos —refunfuñó Gaia.

—Chicos, no faltéis al respeto a vuestra madre. Está pasando por un mal momento, eso es todo —su padre mudó a una expresión triste y negó ligeramente con la cabeza. Gaia puso los ojos en blanco.

Accedieron al patio central, el corazón de todas las casas de la ciudad, alrededor del cual se disponían las habitaciones. Un pozo de piedra ocupaba el cuadrante opuesto a la puerta hacia la derecha, rodeado de pequeñas macetas en las que se depositaban las ofrendas. Gaia tendió la pesada cesta con las capturas de la mañana a su hermano para que la llevara a la cocina, mientras ella se apresuró a asearse. Su madre detestaba que olieran a pescado en la mesa, de modo que frotó su cuerpo enérgicamente con la esponja y se perfumó antes de bajar a almorzar. Fue la última en llegar al comedor, en el que todos clavaban la mirada en el plato mientras su madre sermoneaba a su padre delante de todos.

… así no tendríamos que mancharnos las manos para conseguir unas míseras conchas —decía su madre en un tono demasiado elevado. Su padre la miró con indiferencia mientras mordisqueaba un pececillo asado del tamaño de una sardina.

—La pesca es un trabajo honrado, Nadia. Mi padre era pescador, y su padre antes que él. Y tenemos ya dos barcos…

¡Dos diminutas faluchas, Sim! ¡Dos cáscaras de nuez! ¿Cómo pretendes prosperar con eso!

Gaia imitó al resto de los comensales y procuró no hacer contacto visual con su madre, no fuera a enfocar su ira sobre ella. Miró de soslayo hacia sus hermanos mayores, pero ni Ceo ni Eos se atrevieron a intervenir.

—No pretendo riquezas, Nadia. Y no falta nunca comida o refugio en casa de Sim —observó su padre con voz calma, e hizo un gesto alrededor de la mesa.

¡Puag! ¡Con qué poco te conformas! —su madre arrojó un pez al medio de la mesa y se puso en pie con violencia, volcando su silla—. ¡Mi padre tenía razón sobre ti! ¡Eres poco más que un pordiosero! —se volvió y abandonó el comedor pisando con fuerza.

Un silencio incómodo flotó en la estancia, aunque las miradas se fueron levantando de los platos poco a poco.

—No deberías permitir que te hable de ese modo, padre —comentó su hermano mayor.

—Hay batallas que es mejor no librar, Ceo. Pronto lo entenderás.

Sus primos se rieron por lo bajo, provocando que la ira ascendiera por el estómago de Gaia hasta que su boca no pudo contenerla dentro.

¿Y vosotros, de qué os reís? ¿Qué hacéis para contribuir al sustento de la casa?

—Son invitados en mi casa, Gaia. Debemos tratarles con respeto.

¿Y ellos no deben mostrar el mismo respeto?

El almuerzo se le había agriado en la garganta y prefirió levantarse y ayudar a sus hermanos a preparar el puesto en el mercado. Ceo se adelantó, encargado esa mañana de ir preparando el tenderete en el que ofrecerían el género recién pescado. Ella seleccionó las mejores piezas junto a Eos y las cargaron en cestos más pequeños atados a una larga vara que cargarían sobre sus hombros.

—Padre y madre cada vez discuten más —dijo en un tono que intentaba ser casual, pero distaba mucho de conseguirlo. Su hermano caminaba con una expresión tan seria como la suya, pero intentó sonreír.

—Están como siempre, Gaia. Sólo vas prestando más atención, estás creciendo muy deprisa.

Ella fue a replicar, pero Ceo se encontró con un mercader conocido y comenzaron a parlotear mientras caminaban.

«No es cierto. Cada vez es peor», pensó mientras apretaba los dientes.

Pronto alcanzaron el mercado: un caos de calles atestadas de puestos de infinidad de colores, olores y mercaderes atareados en montar sus respectivos puestos. El mercado ocupaba la parte más externa de la ciudad, extendiéndose hasta el mismo borde del acantilado, centenares de metros sobre el nivel del gran lago salado. La calle principal terminaba en el enorme elevador que descendía hasta la superficie, llevando a los habitantes de la ciudad hasta el puerto y viceversa. A esas horas se encontraba atestado: los pescadores más rezagados ascendían a la ciudad con sus capturas, mientras que otros comerciantes descendían con las exportaciones de la ciudad: objetos de artesanía, joyería y cerámicas de factura sin igual.

Doblaron por una estrecha calle lateral y se detuvieron junto al puesto que su hermano acababa de montar. Eos estaba sudando a chorros.

—Llegáis tarde.

—Si hubiéramos llegado antes, el puesto estaría sin montar.

—Ja, ja —rió sin ganas—. Tampoco hubiera estado mal un poco de ayuda.

—Estos cestos también pesan —añadió Gaia mientras los dejaba en el suelo. Sus hermanos se apresuraron a colocar el género antes que sus competidores, ya que los compradores empezaban a recorrer el mercado.

—Gaia, padre quiere que lleves unos dulces de vuelta a casa —dijo su hermano mayor mientras le tendía una bolsita de cuero.

—Si piensa que eso va a aplacar a madre

—No es asunto nuestro cuestionar a padre —Ceo le miró con tristeza—. Bastante tiene ya, el pobre.

El comentario le hizo sentir peor. Cogió la bolsita y se despidió de sus hermanos, internándose por los pequeños callejones en busca del puesto adecuado. La gente abarrotaba el lugar y costaba avanzar entre empujones, disculpas e imprecaciones. De vez en cuando tocaba apartarse ante el paso de algún carro tirado por dos fornidos hombres, que transportaban personas importantes o mercancías de los más acaudalados comerciantes.

Un cambio en el olor la indicó que estaba llegando a su destino. Un agradable aroma dulzón sustituyó al del pescado, y la presencia de niños y risas aumentó considerablemente. Los pilluelos revoloteaban alrededor de los puestos de dulces, intentando ganarse o hurtar alguno de ellos, tarea nada fácil debido a la severa mirada vigilante de los tenderos. Inspeccionó el género mientras se le hacía la boca agua: hojaldres rellenos de pistacho y miel, cestitos repletos de nueces picadas, rollitos de miel y anacardos… La sinfonía de colores y aromas siempre la transportaba al desierto, lugar de procedencia de aquellos dulces que ella nunca había visitado, pero que imaginaba como una interminable playa arenosa. Sabía poco de aquella región y las pocas personas que la conocían apenas hablaban sobre ella. Estaba habitada por hoscas gentes de tez morena y pelo negro generalmente aceitado, tan opuestos al carácter de los habitantes de la ciudad de los acantilados que no solían quedarse mucho tiempo. Eligió con cuidado los pasteles favoritos de su madre, sacó algunas conchas de la bolsita de cuero y pagó con ellas al comerciante antes de regresar a casa con la esperanza de aplacar los ánimos.

Se dirigió a la puerta trasera para entrar sin ser advertida, no fuera a encontrarse con su madre, y chocó con un hombre que salía de su casa. Se trataba precisamente de un habitante del pueblo del desierto de tez oscura, ojos verdes penetrantes y una barba puntiaguda teñida de azul, algo que no había visto en su vida. La sorpresa hizo que el paquete con los pasteles se le cayera al suelo y se quedó allí plantada, indecisa entre recogerlos o decir algo al oscuro desconocido, que desapareció tras una esquina.

 

 

A la mañana siguiente, despertó antes de la salida del sol con intención de acompañar de nuevo a su padre a faenar. Prefería la confortable compañía de Sim a quedarse en casa a esas horas y sufrir la ira y los gritos de su madre. Bajó en silencio hacia el patio interior, donde su padre preparaba la oración de la mañana junto al pozo.

—Buenos días, padre —susurró antes de llegar para no asustarle. Su padre le devolvió una sonrisa mientras terminaba de encender las velas en el borde del brocal.

Colocaron un pequeño pez, un chorrito de aceite y una concha como ofrendas en una maceta de piedra rectangular frente al pozo, y encendieron unas varillas de incienso. Extendieron sendas esterillas en el frío suelo empedrado y completaron la oración al Espíritu de las aguas antes de coger un morral con el desayuno y dirigirse hacia el puerto. Caminaron en silencio por las calles casi desiertas, apenas iluminadas con las escasas lámparas de aceite que coronaban las esquinas.

—Padre… —sintió la garganta seca mientras buscaba las palabras adecuadas.

¿Qué te preocupa, Gaia? Podemos hablar de todo lo que te inquiete.

A pesar de la escasa luz, la sonrisa de su padre la animó.

—Ayer, cuando regresaba del mercado… Vi a un hombre del desierto salir de casa —soltó todo de manera apresurada.

Su padre sonrió, negando con la cabeza.

—Gaia… ¿Por qué iba a estar un hombre del desierto en nuestra casa? —fue a replicar, pero su padre añadió sin darle tiempo—. Tienes mucha imaginación, prestas demasiada atención a las historias de los juglares, en especial de ese tan guapo de la plaza del aguador —añadió guiñándole un ojo.

¡No es eso! Es que…

¡Buenos días, Sim! —interrumpió un hombre fornido de cabellera y barba grises. Le acompañaban media docena de marineros.

¡Hola, Glauco! Salís temprano a faenar.

—Nos dirigimos a los caladeros del oeste, hay un largo camino.

Los dos hombres siguieron hablando y le impidieron retomar la conversación con su padre. Aunque, de todos modos, no había mostrado el menor interés en ella. Alcanzaron el elevador: una gigantesca plataforma de madera capaz de izar un barco mediano si se lo propusieran. Cuatro cuerdas se fijaban a sus esquinas, tan gruesas que haría falta varios hombres para abrazar su perímetro. El descenso hasta el puerto, situado a nivel del gran lago, llevaba una media hora. La ciudad se encontraba ubicada en una gruta natural del acantilado, a varios cientos de metros de altura sobre las aguas, inaccesible a las incursiones de piratas o de los salvajes procedentes de las montañas. El descenso en la oscuridad siempre le resultaba perturbador, prefirió volverse hacia la pared del acantilado, iluminado por las antorchas del propio elevador. Alcanzaron su destino con un golpe sordo que casi la hizo caer y todos los ocupantes del elevador se apresuraron en dirección a sus embarcaciones siguiendo las líneas de antorchas que dibujaban una especie de árbol de ramas rectas en la oscura superficie del lago. Siguió a su padre en silencio, perdida en sus pensamientos.

El amanecer les deslumbró mientras navegaban hacia el este. Sim prefería alejarse de los caladeros más explotados en busca de capturas interesantes. Con suerte encontrarían doradas o lubinas, además de las especies más habituales. Su padre rompió el silencio que les había acompañado desde que zarparon.

—Esta noche, El guardián de las aguas ha vuelto a hablarme.

¿Te refieres a tu sueño, padre?

—No es un sueño, Gaia, es una visión.

«Lo que tú digas», pensó, nada convencida. Le preocupaba que su padre, el pilar que mantenía firme la familia, estuviese perdiendo la cabeza.

—Es el mismo que en las demás ocasiones: estoy faenando en el Nimue cuando encuentro un pequeño bote a la deriva con un niño y una niña…

…y ella tiene el pelo de color naranja, como el sol al ocaso —interrumpió el discurso de su padre—. Ya me lo has contado decenas de veces. Nadie tiene el cabello de ese color, padre.

—Es un símbolo, Gaia. Los mensajes del Espíritu de las aguas no son siempre claros. Mi abuela tenía este tipo de visiones, hay un significado que debo averiguar.

Ella frunció el ceño y se volvió hacia el lago para que su padre no viera su expresión.

«No me crees cuando te hablo del hombre que vi salir ayer de casa y ahora me vienes con esto…».

De pronto vio algo en el horizonte que le heló la sangre.

¡Padre! ¡Una vela negra, al sur!

Sim se volvió y desplegó un catalejo dorado, un tesoro heredado de su abuelo. Distinguió lo mismo que ella había divisado: una vela cuadrada se perfilaba en las aguas, justo en su dirección.

¡Piratas! Pero, ¿qué harán en estas aguas? ¡No hay barcos mercantes tan alejados de las rutas comerciales!

Giró la caña del timón y se cambió el rumbo para dirigirse hacia la costa. Si los piratas no encontraban una presa, no hacían ascos a apresar a pescadores desprevenidos que pudieran vender como esclavos en la orilla sur del lago. Gaia no dejaba de mirar cómo el tamaño de la vela se agrandaba en horizonte: estaba claro que les seguían a ellos.

¡Padre! ¡Vienen hacia nosotros!

—Vamos todo lo rápido que podemos —contestó Sim, con expresión seria y los ojos entornados.

Ella miraba alternativamente hacia la costa a la que se dirigían y hacia la popa, donde cada vez les separaba menos distancia de sus perseguidores. Parecía que el aire no llenaba sus pulmones y jadeaba cada vez más. Habría bajado a empujar la embarcación si eso hubiese ayudado en algo. Empezó a distinguir las voces de sus perseguidores por encima del rumor de las olas. Sus dedos se aferraban con fuerza a la borda, clavándose la madera mientras miraba de manera ansiosa la costa, cada vez más cercana. Los acantilados blancos se parapetaban tras una miríada de formaciones de caliza que emergían de la superficie del lago.

¡Padre! —gritó alarmada—. ¡Te diriges hacia el laberinto del Kraken!

Su padre se volvió hacia ella con una expresión de serenidad y sonrió.

—Estarán locos si nos siguen, ¿verdad? —dijo mientras le tendía el catalejo.

«Estamos muertos», pensó con resignación, mirando alternativamente al barco que les perseguía y las amenazantes rompientes que tenían cada vez más cerca, un lugar que debía su mala fama a la gran cantidad de naufragios ocurridos en sus aguas.

Unas flechas lanzadas desde la embarcación pirata cayeron al lago muy cerca de su popa. Gaia chilló y se dirigió hacia la proa, apenas seis metros más adelante. Su padre mantenía el rumbo con determinación, con las velas cazando hasta el último hálito de viento que pudiera impulsarles lejos de sus perseguidores, que se erguían sobre las aguas como una enorme fortaleza de madera oscura. Varias figuras se distinguían en la cubierta, gesticulando en su dirección. Alcanzó a distinguir al arquero que probaba suerte. El viento que les ayudaba a huir también beneficiaba al tirador, aumentando la distancia que alcanzaban los proyectiles. En esta ocasión, el disparo erró el blanco por dos escasos metros.

La sombra de una gran formación rocosa la asustó y dio un respingo. Emergía como un gigantesco dedo apuntando hacia el cielo y su padre, con gran destreza, viró para parapetarse tras ella mientras se acercaba a la costa. Sus perseguidores, un barco enorme de dos palos y gran calado, tuvieron que apartarse de la roca para virar tras ellos. Consiguieron unos metros de ventaja y pudo recorrer la manga de estribor de la embarcación pirata con el catalejo. Estaban tan cerca que podía distinguir los rasgos de los marineros. Un grito escapó de su garganta al reconocer a un hombre con barba azul puntiaguda.

¡Padre! ¡Es él! ¡Es el hombre que salió ayer de casa!

Su padre la miró pero no soltó el timón. Asintió y continuó aferrando la caña del timón.

¿Ahora me crees?

—Puede ser el mismo, o puede que no. Lo único cierto es que no pretenden nada bueno de nosotros. Y, ¿por qué iba ese hombre a…? —de pronto compuso una gran expresión de sorpresa —¿estás segura de que es el mismo hombre?

—Absolutamente. Jamás había visto una barba como la suya —contestó ella mientras perdía de vista al sujeto. Había memorizado aquellos rasgos y le habría reconocido en medio de una multitud.

—Eso no es bueno, Gaia —comentó Sim con tristeza, mientras viraba entre dos pequeñas agujas de caliza, dirigiéndose hacia aguas más someras.

Sus perseguidores avanzaban por un canal lateral, más profundo, intentando encontrar una vía para cortarles el paso. Estaban muy cerca, ganando terreno, y el arquero acertó a clavar un proyectil en el mástil, provocando que un nuevo grito escapara de su garganta.

¡Los tenemos encima! —chilló, incapaz de mantener la calma.

El estampido de un cañonazo atronó sus tímpanos, y la bala impactó en una roca, lanzando una lluvia de esquirlas sobre ellos. Gaia gritó aterrada al tiempo que su padre viraba de nuevo a tiempo de evitar un certero cañonazo que levantó una columna de agua en punto al que se habían dirigido antes de maniobrar. Dejaron una gran roca entre ellos y los piratas, pero el abrigo de los cañonazos también les privaba del viento necesario para mantener la velocidad. Sus perseguidores pasaron de largo en busca de un lugar para maniobrar mientras su padre agitaba la caña a un lado y a otro para impulsarse remando. Se dirigían lentamente hacia un bosque de agujas de piedra más pequeñas que emergían del agua. No sabía a qué distancia se encontraban los piratas, pero no andaban lejos: podía escuchar los gritos de los marineros aunque no los divisaba.

—Están muy cerca —susurró, y el miedo tiñó sus palabras más de lo que le habría gustado. Temblando, comenzó a murmurar una plegaria al Espíritu de las aguas. Su padre se volvió hacia ella con una sonrisa segura.

—Ya casi estamos, Gaia. No te preocupes —y continuó agitando con fuerza la caña del timón.

Minutos después, la proa del barco pirata apareció entre dos grandes formaciones rocosas, hacia el este.

—Es un suicidio —afirmó meneando la cabeza—. Ese barco es demasiado pesado para maniobrar por aquí.

¡No hace falta que lo hagan, sólo tienen que llevarnos por delante! —gritó ella, muerta de miedo.

Sim continuó remando con el timón hasta que salieron del influjo de la roca y el viento volvió a hinchar las velas. Sus perseguidores estaban muy cerca.

¡Aprisa! —imploró, como si su padre pudiera hacer algo más de lo que ya estaba haciendo.

La proa del barco pirata estaba apenas cien metros por detrás, y los arqueros arrojaban una lluvia de flechas, algunas de las cuales impactaban agujereando las velas y sobre la embarcación. Gaia se parapetó tras el mástil mientras que su padre se acurrucaba tras la borda, manteniendo el rumbo.

—Al menos no pueden virar para dispararnos con los cañones —reflexionó Sim, ofreciendo un pobre consuelo.

Ella temblaba encogida tras el mástil, dando respingos cada vez que una flecha impactaba en la embarcación. De pronto, una flecha incendiaria se clavó a estribor.

¡Coge el timón y mantén el rumbo! —rogó su padre—. ¡Si alcanzan la vela, estamos perdidos!

Gaia tuvo que sobreponerse a su miedo y relevar a su padre al timón mientras Sim arrojaba un cubo amarrado a una cuerda por la borda. Rápidamente quedó hacia atrás, con la cuerda tirante como si fuera un arco. Las flechas silbaban a su alrededor, pero ninguna impactó mientras su padre tiraba con fuerza e izaba el cubo a bordo para apagar el conato de incendio. Después se lanzó al timón y viró a estribor entre dos piedras, rozando la borda de babor y produciendo un crujido horrible. Sus perseguidores pasaron de largo, pero dispararon otra andanada que impactó sobre ellos, obligando a Gaia a apagar los pequeños incendios mientras su padre maniobraba con destreza entre un verdadero laberinto de rocas. Escucharon un gran golpe y un griterío tras ellos.

—Han debido embarrancar —comentó su padre mientras realizaba un diestro viraje para evitar otra roca.

Minutos después, divisaron el barco hacia el sureste, inclinado sobre la borda de estribor. Un grito de alegría se escapó mientras confirmaba la opinión de su padre con ayuda del catalejo. Los piratas abandonaban el barco con escalas, mientras éste se inclinaba cada vez más sobre su costado.

—Volvamos a casa, tenemos mucho sobre lo que hablar —dijo Sim dirigiéndose hacia el oeste, de regreso a la ciudad de los acantilados.

Modificado por última vez enViernes, 16 Septiembre 2022 06:28

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