Relato: Jota de Noé Codonal
Una semana más presentamos un nuevo relato enmarcado en el mundo de Logos. Además, nos complace anunciar que quedan ya pocas semanas para el lanzamiento de la novela "Logos" de Noé Codonal, que verá la luz previsiblemente a finales del mes de octubre.
Por el momento, aquí os dejamos su nuevo relato "Jota" y os recordamos que permanezcáis atentos ya que en breve os anunciaremos la fecha oficial de lanzamiento, las presentaciones y todas las demás novedades.
Jota
La llanura se encontraba atestada aquella mañana. Rara vez se habían visto tantos soldados juntos en los cuarteles de Ispal, la capital del reino. Pero ni los más viejos del lugar recordaban un destacamento semejante en pleno Dominio.
—Creo que me voy a desmayar del calor, Jota —dijo un fornido hombretón enfundado en el uniforme de cuero de los alguaciles—. Ya no tengo edad para esto.
—Vamos, Germán. Podrías tumbar a un oso de un garrotazo, seguro que puedes con un poco de calor —dijo palmeando el hombro de su compañero con una media sonrisa.
—Como no empiecen pronto, nos vamos a quedar secos —añadió antes de tomar un par de tragos de un pellejo.
—¿Dando al vino tan temprano? —preguntó otro alguacil.
—Ja, ja… Veo que en este ejercicio admiten a cualquiera —comentó Germán mientras secaba su boca con la manga.
—Es evidente, dado que estás aquí, viejo.
Jota se encaró con el recién llegado, otro alguacil joven que lucía el escudo de Belan en el pecho, pero su compañero le arrastró lejos antes de que iniciaran una pelea.
—No permitas que ese imbécil te meta en líos —masculló mientras se abrían paso en la multitud.
—Algún día voy a partirle los dientes.
—Seguro que se presenta la oportunidad, pero hoy no.
En ese momento, sonó un cuerno y se hizo el silencio. Los oficiales se reunieron en una pequeña loma frente a ellos, montados a caballo. Uno de ellos, grande y con un pecho como un tonel tapizado con una espesa barba negra, se adelantó.
—Es el capitán Bernard —comentó su amigo en voz baja—. Dirige la guardia de la ciudad.
—¡Guardias de Ispal! —bramó el capitán, mientras que los aludidos estallaron en vítores. Sus uniformes negros los identificaban a lo largo y ancho del reino, y nadie en Logos se quedaba impasible en su presencia.
—Al menos esos patanes pasarán más calor que nosotros —susurró Germán, enjugando el sudor de su frente.
—¡Alguaciles del reino! —gritó el capitán, y un leve clamor se gestó entre sus filas—. Como representantes de la ley en el Dominio, debéis lealtad a la guardia y al rey —se escucharon algunas débiles protestas, que el capitán ignoró—. Habéis sido convocados para participar en una operación conjunta: debemos encontrar y apresar a un fugitivo importante. El conocimiento de los alguaciles sobre el terreno facilitará la misión de los miembros de la guardia.
Varios soldados con el uniforme negro se distribuyeron entre las filas de alguaciles repartiendo carteles con un dibujo de un hombre de mediana edad, afeitado y bien parecido, que lucía un gran lunar en la mejilla derecha.
—Vaya, debe ser alguien importante para que organicen este tinglado —comentó Germán mientras sacudía el cartel para abanicarse —. Cada uno de estos carteles vale tu sueldo de una semana.
Jota frunció el ceño y estudió los rasgos del hombre del cartel, antes de pasarlo a otro alguacil. El capitán Bernard continuó dando instrucciones.
—Os distribuiréis en destacamentos mixtos, formados por unidades de la guardia y alguaciles. Cabo, organice los grupos.
El cabo, un oficial joven y delgado que lucía un fino y cuidado bigote rubio, comenzó a llamar a los alguaciles por el nombre de su aldea. Los nombrados se colocaban al frente, se reunían con otro grupo de guardias y emprendían la marcha. Jota empezaba a perder la paciencia: eran tantos que el proceso estaba durando una eternidad, y el implacable sol empezaba a pasarle factura. Su compañero estaba aún peor, intentando capear el calor agitando con fuerza el cartel como si fuera un abanico.
—¡Alguaciles de Malaka, Belan, Monte Hernando y El Robledal!
—Nos toca —masculló Germán—. Junto a ese imbécil de Belan.
«Menuda suerte», pensó mientras se acercaban a la primera fila.
—Alguaciles, el oficial Rasmi estará al mando —dijo el cabo señalando a un hombre moreno con el pelo ensortijado y una expresión hosca.
El oficial hizo una seña y le acompañaron seguidos de un cuarteto de guardias.
—Oficial, ¿qué delito ha cometido este individuo para organizar semejante partida de caza? —interrogó Germán, siguiendo los pasos del sargento.
—No es asunto suyo, alguacil —espetó el oficial con una desagradable voz aguda. Se volvió hacia ellos con el ceño fruncido—. Están aquí única y exclusivamente porque conocen el terreno. Se trata de una operación de la guardia de Ispal y espero su absoluta cooperación. ¿Está claro?
Germán alzó las palmas de las manos para calmar los ánimos y se retiró unos pasos. El oficial continuó su marcha hacia los caballos.
—Ya has hecho otro amigo, viejo —murmuró el alguacil de Belan mientras le daba un golpe con el hombro al pasar.
—Sabandija… —su amigo escupió al suelo y caminó junto a Jota—. Debí dejar que le partieras los dientes.
Cabalgaron durante una hora en dirección a Belan. Distinguió el antiguo torreón que dominaba la comarca, una discreta construcción de piedra gris desde la que podían divisar al menos veinte leguas a la redonda y que había cambiado de dueños recientemente. El propio rey hechicero había encomendado su administración a un nuevo y joven conde, un hombre ambicioso y, si había que hacer caso a las habladurías, bastante depravado. Una de sus primeras decisiones fue colocar a un hombre de su confianza en el cargo de alguacil: aquel patán al que debían soportar.
—Alguacil —dijo el oficial dirigiéndose al patán—. Tengo entendido que Belan es su territorio.
—Así es, oficial —comentó el aludido, pavoneándose.
—Conozco al conde Sotkin desde hace tiempo. Llévese al alguacil de Malaka y un par de guardias y acuda a presentarle mis respetos. Me consta que Belan es una aldea leal, realicen una breve inspección y continúen después para revisar Malaka y sus alrededores. Nos reuniremos al ocaso en la posada de los dos ríos.
El grupo se separó y emprendió el camino hacia Belan, mientras que ellos continuaron cabalgando hacia Monte Hernando en silencio. Los guardias montaban con la mirada fija en el camino y ofrecían poca conversación. Cruzó una mirada con el otro alguacil y éste se encogió de hombros, por lo que mantuvo la boca cerrada. Pasó al menos media hora hasta que el paisaje cambió y comenzaron a ver las eras cultivadas que rodeaban su destino.
—Monte Hernando —anunció Germán con orgullo.
El oficial se volvió hacia él con una mueca de asco, pero no dijo nada.
«Este tipo me da mala espina», pensó Jota, y la expresión que vio en el rostro de su compañero le dio la razón.
Alcanzaron la posada, situada a las afueras del pueblo. Varios caballos pastaban en un recinto anexo. Desmontaron y el oficial indicó a los guardias que entrasen a iniciar las pesquisas. Cuando Jota intentó acompañarles, el oficial le cortó el paso.
—Alguaciles, háblenme sobre la aldea y sus alrededores.
Jota guardó silencio mientras Germán explicaba las singularidades de la aldea. Habló de la pequeña población y de sus gentes. De la orografía, los cultivos y los arroyos cercanos que confluían en el gran río que vertebraba aquella región del Dominio. El oficial escuchaba impasible, mientras que algunos golpes y ruidos de objetos rotos emergieron del interior de la posada.
—¿Qué está ocurriendo ahí dentro? —interrumpió Jota.
—Nada que sea de su incumbencia, alguacil —contestó el oficial con su voz aguda que crispaba aún más los nervios.
—Permita que discrepe, oficial —intervino Germán mutando a una expresión preocupada—. Monte Hernando es mi jurisdicción y todo lo que ocurre aquí es asunto mío —añadió antes de intentar entrar.
—No tiene autoridad sobre la guardia de Ispal, alguacil —espetó el oficial cortando de nuevo el paso.
Germán desenvainó la espada ante la atónita mirada de Jota, que le imitó una vez recuperado de la sorpresa.
—Apártese, oficial.
—Está cometiendo un grave error, alguacil.
—Eso lo veremos.
Su amigo apartó al hombre con un empujón y entró en la taberna. Aún aturdido, Jota le siguió al interior tras echar una sorprendida mirada al oficial, que entró tras ellos. Una muchacha con la camisa desgarrada chillaba en el suelo mientras forcejeaba con uno de los guardias, que se encontraba tumbado sobre ella tratando de desabrocharse el cinturón. El otro mantenía el filo de la espada en la garganta de un anciano, al que obligaba a mirar la escena. Los demás ocupantes de la taberna estaban apretados contra los muros, con expresiones de terror.
—¿Qué está pasando aquí? —bramó Germán mientras pinchaba la nuca del primer guardia con la punta de la espada. El hombre alzó las manos y se levantó muy despacio.
—Oficial —dijo el segundo guardia, que aún continuaba amenazando el cuello del anciano—. Presionamos a esta gente para que confiesen dónde está el fugitivo, como nos han ordenado.
—¿A esto lo llama “pesquisas”? —su compañero arrojó al primer guardia fuera de su alcance, mientras ayudaba a la muchacha a ponerse en pie. La chica se cubrió con la camisa hecha jirones y corrió a refugiarse a las cocinas.
—No debería interferir con los asuntos de la guardia, alguacil —siseó el oficial, acercándose a sus hombres. Jota aprovechó para ponerse junto a Germán.
—Dudo que el rey apruebe este comportamiento, oficial. Dígale a su perro que retire la espada del cuello del tabernero.
El oficial hizo un gesto y su hombre retiró el arma, no sin antes realizar un pequeño corte en el cuello del anciano, que se desplomó sollozando.
—¿Habéis sacado algo en claro? —preguntó a sus hombres
—Nada, oficial. Pero si presionamos un poco más…
—¡Ya les hemos dicho todo lo que sabemos! —gimoteó el anciano—. Ese hombre pasó por aquí hace tres días. Comió en la posada solo, sin hablar con nadie, y se marchó por el camino que desciende hacia el río.
El oficial se acuclilló al lado del anciano posadero.
—¿Está seguro de eso?
—¡Lo juro por la vida de mi hija! —añadió entre sollozos.
—Bien… Porque eso es justo lo que está en juego, posadero. Si descubro que me has mentido, regresaré y permitiré que mis hombres continúen lo que han dejado a medias —levantó la mirada y fulminó a Germán—. Y en esta ocasión, ni el alguacil ni nadie más podrá evitarlo. ¡Vámonos!
El anciano se quedó temblando en el suelo cuando abandonaron la posada. El oficial se acercó a Germán hasta que quedaron cara a cara.
—Daré parte de su intromisión, alguacil.
—Me parece bien, oficial. Haré llegar al rey mi opinión junto a mis respetos.
—Hágalo. Me encantará comprobar cómo le complace al capitán Bernard que intente saltar la escala de mando —montó en su caballo y lo espoleó para dirigirse hacia el río.
—Canalla —masculló su amigo por lo bajo.
—Tranquilo, Germán. Has actuado bien.
Le devolvió una sonrisa triste.
—Gracias por apoyarme ahí dentro.
—Para eso estamos, ¿no? Menudo compañero sería si te abandonase a las primeras de cambio —añadió con una risita nerviosa, intentando calmarse.
Trotaron en pos de los guardias, que cabalgaban un trecho por delante.
—Creen estar por encima de la ley —protestó su amigo mientras escupía al suelo.
—Cada vez hay más gente descontenta, Germán —su amigo lo miró inquisitivo—. No me extrañaría que se acaben organizando contra ellos.
—¿Organizados? ¿Te refieres a la Resistencia? He escuchado rumores, Jota. Es peligroso, podría considerarse traición.
—¿Traición? ¿Has visto cómo se comportan esos desgraciados? Alguien tiene que plantarles cara.
—En efecto. Alguien tiene que hacerlo. Pero dentro de la ley.
Jota bufó y guardó silencio. Los guardias se habían detenido a cincuenta metros de ellos, junto al único puente que cruzaba el río en kilómetros a la redonda.
—Nos dividiremos en dos grupos —dijo el oficial tan pronto como les alcanzaron—. El alguacil de El Robledal vendrá conmigo por esta orilla. Monte Hernando, tú guiarás a mis hombres por la otra.
Jota se alarmó, pero su amigo era perro viejo.
—Con el debido respeto, oficial, no tengo la menor intención de dar la espalda a sus hombres y encontrar una espada clavada a las primeras de cambio.
—¡Cómo se atreve!
—Está muy cerca de capturar a su fugitivo, no deje escapar la oportunidad. Yo peinaré esta orilla con mi compañero, mientras que usted puede guiar a sus hombres por la otra. El tiempo corre en nuestra contra, oficial, puede ser usted el que lleve al fugitivo ante el capitán.
El oficial le fulminó con una mirada cargada de odio, pero aceptó la propuesta. Apremió a su caballo y cruzaron el puente al galope.
—Te la estás jugando, amigo.
—Si me hubiera ido con esos dos, seguro que no llegaría a ver un nuevo día, Jota. ¿Les has visto en la taberna?
Jota asintió. Sabía perfectamente a qué se refería y era bastante probable que tuviera razón. «Esos hombres no son soldados. Parecen asesinos. Protegidos por la ley y por su uniforme, pero simplemente asesinos». Tragó saliva y comenzó a descender el curso del río.
La orilla oeste era más escarpada, y el avance se hizo lento. En un par de ocasiones divisaron al oficial y a los guardias, que aparecieron frente a ellos al otro lado del río, aunque rápidamente se perdieron de vista. Se concentró en buscar rastros a su alrededor: ramas rotas, alguna pisada, cualquier detalle que delatase que alguien había pasado por allí.
El problema es que había demasiados indicios, demasiadas pistas a la vista de un ojo entrenado.
—Deberíamos dividirnos, así cubriremos más terreno.
Su compañero le escrutó con los ojos entornados, pero estuvo de acuerdo. Jota espoleó su caballo y se alejó varios cientos de metros, mientras dejaba a Germán revisando el terreno aguas arriba. Cabalgó con cuidado unos minutos hasta que la orilla se hizo tan agreste que tuvo que desmontar y continuar a pie, tirando de las riendas. Tropezó en un par de ocasiones y se torció el tobillo, que quedó dolorido y se habría roto de no contar con las gruesas botas de cuero que calzaba. Poco después alcanzó su destino.
A su derecha se abría una pequeña cueva: un agujero de apenas metro y medio de diámetro cuyo interior estaba negro como la noche. Ató a su caballo y entró en la cueva con la mano izquierda acariciando la pared para guiarse. Pronto distinguió un pequeño resplandor anaranjado, que se fue haciendo cada vez más intenso. En el interior de la caverna, un hombre se calentaba junto a una pequeña hoguera.
—No deberías encender fuego —amonestó Jota, sorprendiendo al hombre, que dio tal respingo que cayó de espaldas.
—¡Jota! No te esperaba tan pronto —contestó el aludido, un hombre bien vestido con un gran lunar en la mejilla.
—Estamos en problemas: todo el mundo te está buscando. La guardia ha enviado un destacamento completo y han hecho venir a todos los alguaciles de las comarcas cercanas parar darte caza —el hombre abrió los ojos como platos y comenzó a temblar visiblemente.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a ser de mi? —sollozó.
—Tranquilízate. He venido por esta orilla con el alguacil de Monte Hernando…
—¿Es de los nuestros?
—No, pero es un buen hombre.
—¿Podemos confiar en él?
—No lo sé, prefiero no tener que averiguarlo. Él tiene que conocer esta cueva, está en sus dominios. No la pasará por alto. Tenemos el tiempo justo para buscar otro escondrijo en la zona que ya hemos inspeccionado esta tarde.
—Pero, ¿y mis cosas?
—¿Aprecias tu vida? Coge lo imprescindible y sígueme.
El hombre asió una mochila y metió varios objetos y un par de libros. La única arma que portaba era una pequeña daga que parecía usar para cortar pan y carne seca, si tenía que defenderse resultaría de poca ayuda. Jota extinguió la hoguera y salieron de la caverna. Fuera estaba anocheciendo y hacía bastante frío, acentuado por la humedad del río.
Se dirigió hacia donde había atado a su caballo cuando se encontró a Germán, con la espada desenvainada apuntando hacia su pecho.
—¿Qué estás haciendo, Jota?
—Germán, deja que te lo explique —levantó las manos con las palmas hacia su amigo para intentar apaciguarlo—. Esto no es lo que parece.
—Parece que estás ayudando al fugitivo a huir.
—Bueno, vale. Entonces es exactamente lo que parece.
—¿Estás loco? ¡Media guardia de la ciudad está peinando estas tierras para encontrarlo! ¿Tan poco aprecias tu vida?
—Hay causas más importantes que nuestras vidas, Germán —su amigo negó con vehemencia—. Antes, en la posada, has arriesgado la tuya propia y tu carrera…
—¡Eso es distinto! ¡Soy el alguacil de Monte Hernando! Mi deber es proteger la aldea, incluso de los abusos de la guardia.
—¿Y qué hay del resto de Logos? ¿Los abandonamos a su suerte? La guardia está corrupta hasta la médula, Germán. Y el rey hechicero no hace nada para impedirlo. No podemos quedarnos de brazos cruzados.
Su amigo dudó, pero mantuvo la espada en alto. El fugitivo temblaba hecho un ovillo.
—Sabes que es lo correcto, Germán. Tú me lo enseñaste: proteger y servir. Ayudar a los más débiles. Hacer lo que es justo.
—Pero hay una ley… —su amigo titubeó y bajó la espada. Jota se acercó y le puso las manos sobre los hombros.
—La ley la hacen los poderosos, amigo. Pero podemos cambiar las cosas. O al menos, mejorarlas lo que esté en nuestras manos.
Germán seguía negando. Se apartó y envainó la espada.
—Está bien —admitió, poniendo los brazos en jarras—. Llévale aguas arriba y, antes de llegar al puente, toma el sendero hacia el oeste. A un par de kilómetros hay una ermita abandonada que pocos conocen ya. Tras el altar, hay una losa marcada con runas que oculta un habitáculo con provisiones. Es un… una especie de seguro, llamémoslo así. Oculta allí al fugitivo y reúnete conmigo en el árbol del ahorcado, cerca del cruce de los dos ríos. Después cabalgaremos juntos para informar al oficial de que no hemos encontrado nada.
—Gracias, amigo.
—No me las des, aún tenemos que hablar tú y yo.
—Desde luego.
Jota desató las riendas del caballo y se despidió de Germán, acompañando al fugitivo hacia el nuevo refugio.