Relato: Dar Sah de Noé Codonal
Me complace anunciar que "Logos" de Noé Codonal acaba de ver la luz, estando ya está disponible en nuestra tienda online y muy pronto en librerías afines. Además, a escasas semanas de su presentación en sociedad , Noé Codonal nos trae una nueva narración que nos sumerge de lleno en el universo fantástico de la novela. ¿Qué más se puede pedir?
Para los que todavía no lo conozcáis, podéis ver más de sus relatos en nuestro blog. Además os recomendamos que permanezcáis atentos porque muy pronto os informaremos de la fecha y lugar de la primera presentación y de futuros eventos.
Por el momento, aquí os dejamos con su nuevo relato.
Dar Sah
—Necesitamos buena madera para construir más barcos, Majestad. El desierto no nos provee de árboles fuertes con los que fabricarlos.
Dar Sah realizó una reverencia exagerada, tal y como marcaba el protocolo, agitando su amplia túnica blanca.
—Ya hemos tratado este asunto antes, embajador. Apenas hace unos meses que enviamos madera suficiente para la construcción de una docena de barcos —replicó el rey hechicero entre dientes al tiempo que se recostaba en el trono.
«Parece que está perdiendo la paciencia», pensó mientras pensaba en la frase adecuada para presionar lo justo. Demasiado poco y el rey daría por concluida la audiencia. Pero si se excedía, la ira del hechicero resultaba legendaria. «¿Se atrevería a atacarme directamente? Claro que lo haría. Está en sus dominios y tiene el apoyo de su dragón».
—Guardián de todo lo sagrado, recibimos parte de la madera que se nos envió —la reverencia fue tan pronunciada que su turbante casi cae al suelo.
—¿Parte? —el rey hechicero se irguió y rugió—. ¿Insinuáis que he faltado a mi palabra?
—¡En absoluto, Majestad! —exclamó mientras se arrojaba al suelo en actitud sumisa—. ¡Los piratas capturaron uno de los envíos! ¡Sólo un navío alcanzó la Ciudad blanca transportando madera!
—¿Es eso cierto? —masculló el hechicero con el rostro contraído por la ira, dirigiéndose al capitán de la Guardia.
—Lo es, mi señor.
El hechicero profirió un grito y caminó por el estrado elevado en el que se encontraba el trono, apretando los puños con ira.
—¡No podemos permitir que esos canallas sigan navegando por el gran lago salado! ¿Dónde estaba la escolta de ese convoy?
—No llevaba escolta, mi señor…
—¡Por la sagrada llama de Förste! ¿Por qué razón no enviasteis una escolta, capitán?
—Mi señor… Se trataba de un envío de madera… No pensé que…
—¡Exacto! ¡No pensasteis, Bernard! ¡Estoy rodeado de patanes!
Dar Sah levantó tímidamente la mirada del suelo para comprobar la turbación del capitán de la guardia, que aguantaba con estoicismo los insultos del hechicero con los brazos cruzados sobre su inmenso pecho, como si acunase la poblada barba negra que lo tapizaba. El hechicero continuó caminando a uno y otro lado, sumido en sus pensamientos.
—Guardián de todo lo sagrado —murmuró Dar Sah sin despegar los ojos del suelo—. Los corsarios son una plaga para mi pueblo. Si Su Majestad nos permitiese construir más fragatas, daríamos caza a…
—¡Olvidadlo, embajador! La armada de Ispal dará caza a esa chusma. ¿Habéis enviado naves en busca de esos piratas?
—Por supuesto, mi señor —contestó el capitán, inclinando la cabeza—. Aunque apenas tenemos…
—¡Capitán! —rugió el hechicero señalando hacia Dar Sah con la cabeza.
«No desea que sepa que sólo tienen media docena de buques de guerra en servicio», pensó al tiempo que reprimía una sonrisa.
—Lo lamento, mi señor…
—¡Ocúpese de despachar más navíos en la búsqueda lo antes posible!
—Así se hará, mi señor.
—Y acompañe al embajador a la salida —añadió dejándose caer sobre el trono con aire ausente.
Dar Sah se levantó, compuso una ligera sonrisa y realizó una postrera reverencia que el rey hechicero contestó con un gesto de la mano, como quien espanta una mosca del plato. Se volvió y caminó en silencio junto al capitán, hacia el corredor que comunicaba el salón del trono con la puerta principal de la fortaleza. Se detuvieron en el umbral, junto a los guardias que custodiaban la entrada. Al pie de la escalinata que descendía hasta el patio, dos hombres de su confianza aguardaban enfundados en sendas túnicas blancas que ocultaban sus rostros, sus intenciones y sus armas.
—Capitán, ya nos veremos —dijo con una inclinación de cabeza, recibiendo un hosco gruñido por parte de Bernard, y descendió al encuentro de sus hombres.
Atravesó el patio de armas de la fortaleza en completo silencio, con su túnica ondeando a cada paso. Descendían por la calle de los primeros reyes cuando uno de sus acompañantes rompió el silencio.
—¿Cómo ha ido la audiencia?
Dar Sah le quitó importancia con un gesto.
—Tal y como esperaba. El hechicero es muy astuto, no accederá fácilmente a enviar más madera.
—¿No ha funcionado la treta del cargamento perdido?
—Sí, está convencido de que los piratas lo interceptaron, pero no enviará otro en su sustitución. Pretende darlos caza con la armada.
Su interlocutor rió, y se permitió esbozar una media sonrisa mientras pasaban por delante del gran templo.
«Menuda tarea me has encomendado, tío», pensó mientras recordaba.
—Sólo puedo confiar en ti para semejante cometido —dijo el emir Ben Yazid, un hombre delgado de ojos verdes y tez morena con una fina barba aceitada en la que las canas pujaban por predominar.
Apenas hacía un año que había recibido el encargo de sustituir al embajador en Ispal. Recordó junto a la fuente que vertebraba uno de los impresionantes jardines del palacio de la Ciudad blanca.
—Estaré a la altura, tío —comentó Dar Sah, tratando de mostrar todo el aplomo del que fue capaz.
«Gobernar al pueblo del desierto es una tarea muy dura», pensó Dar Sah mientras observaba cómo la espalda de su tío se encorvaba de manera prematura, como si el peso del gobierno fuese algo literal.
—Eso espero —el emir apoyó una rolliza mano en su hombro y le dedicó una sonrisa—. El hechicero es un hombre perspicaz y artero, tendrás que recurrir a todo tu entrenamiento para estar a la altura.
—Pero, ¿no sospechará que soy un espía?
El emir le desconcertó con una carcajada que provocó que todos los pájaros en decenas de metros a la redonda levantaran el vuelo a la vez, produciendo un estruendoso aleteo.
—¡Por supuesto que lo hará! Pero intentará utilizarte en su propio beneficio. Tal vez incluso te ofrezca riquezas o poder para convertirte en un agente doble.
—Eso no sucederá jamás, tío —replicó, dolido en su orgullo.
—Lo sé, querido sobrino —la sonrisa del emir parecía sincera—. Precisamente por eso sólo confío en ti para este cometido.
Pasaron frente a una pareja de guardias y sólo el crujido de sus pasos se escuchó sobre el rumor del agua, que se escurría en la ligera pendiente de la fuente. El emir se detuvo para apreciar el aroma de un rosal.
—El mundo es tan delicado como esta rosa, Dar Sah —había dicho mientras acariciaba los pétalos con un exquisito cuidado—. El hechicero conjura la salida del sol cada mañana, todo Logos le necesita con vida.
«De no ser por eso, sería más sencillo enviar un hassasin a despacharle», pensó mientras asentía, en silencio.
—Pero no así a su dragón. Esa aberración mantiene nuestros barcos a raya y a nuestro pueblo condenado a permanecer en estas tierras yermas mientras ellos disfrutan de tal abundancia de agua dulce que incluso el ciudadano más pobre puede bañarse en ella.
«¡Qué desperdicio!», se indignó mientras el emir reemprendía la marcha.
—Debes averiguar todo lo posible acerca de esa bestia y cómo eliminarla. Los hukama sospechan que no puede alejarse mucho de la ciudad, o de lo contrario habría alcanzado nuestras costas para someternos. Pero se le ha visto sobre las aguas en la costa norte del gran lago salado y supone una poderosa amenaza para nuestros barcos.
El emir se detuvo y apoyó ambas manos sobre sus hombros. Sus ojos verdes se clavaron en los suyos y parecían capaces de escrutar el interior de su alma.
—Si tienes éxito, nuestra flota podrá navegar a lo ancho y largo del gran lago salado. Podremos alcanzar las costas prohibidas y comerciar con sus gentes, e incluso pensar en expandir nuestros dominios.
—Pero el hechicero es poderoso, ¿no creará más dragones?
—Es posible… por eso debes averiguar todo lo que esté en tu mano, Dar Sah. El conocimiento es poder, los hukama sabrán qué hacer con ello.
—Así se hará, tío.
Dar Sah había terminado un suculento estofado de cordero sumido en sus pensamientos cuando uno de sus hombres se acercó a la mesa que ocupaba en un reservado de la posada.
—Acaba de llegar.
—Hazle pasar.
El hombre asintió y desapareció a través de la cortina que preservaba la intimidad del cubículo. La bandeja con los restos del guiso llenaba la estancia de un delicioso aroma. Segundos después, el capitán Bernard hizo acto de presencia y se sentó en la mesa, frente a él.
—Capitán… —inclinó la cabeza en señal de respeto.
El aludido sonrió y olisqueó el manjar que acababa de terminar.
—Qué bien os cuidáis, Dar Sah. En la guardia no disfrutamos de estos lujos.
—Servíos, nadie pasa hambre en mi mesa —hizo sonar una campanita y un muchacho escuálido entró en el reservado—. Cerveza para mi amigo.
Bernard se volvió, pero el muchacho ya había desaparecido a través de la cortina.
—Habría preferido aguamiel, pero la cerveza servirá —dijo mientras cogía la cuchara de Dar Sah sin importarle que estuviera usada, y la introdujo bien cargada en su boca, derramando un poco de la salsa sobre la barba.
—El rey ha sido muy duro con vos esta mañana…
—¡Bah! Estoy acostumbrado —sorbió otra cucharada ruidosamente—. Sé cómo manejar la situación.
Dar Sah asintió en silencio.
—Mi señor desea que nuestra flota peine el gran lago en busca de esos “piratas” —añadió con una sonora carcajada.
En ese momento, el muchacho apareció con dos jarras de cerveza. Bernard cogió la suya nada más apoyarla sobre la mesa y la vació con grandes tragos.
—¡Más! —gritó mientras estampaba el recipiente sobre la mesa.
—Podéis beberos la mía mientras espero —dijo Dar Sah acercando su propia jarra al capitán mientras hacía un gesto al muchacho para pedir dos más.
El capitán aceptó y continuó engullendo el guiso. Decidió aprovechar la comodidad del hombre y su incipiente embriaguez.
—¿Debemos preocuparnos por la flota de Ispal?
Bernard volvió a estallar en carcajadas.
—¿La flota? Apenas hay media docena de barcos de guerra sobre las aguas del gran lago salado. Y los patanes que los tripulan no encontrarían su propio ombligo, ya me he ocupado de destinar a “los mejores candidatos”.
—¿Y los buques que hay en los astilleros reales?
Bernard bebió de nuevo y usó la manga para limpiarse.
—No irán a ninguna parte mientras vuestro oro lubrique los bolsillos adecuados —replicó mientras extendía su mano hacia él.
Dar Sah asintió y depositó una pesada bolsita de cuero en la manaza del capitán, que se apresuró a abrirla y mordisquear varias monedas para comprobar su valor. El hombretón asintió, satisfecho, y guardó la bolsa a buen recaudo antes de devolver su atención al estofado.
—Hay otro asunto que me preocupa.
—Vos diréis, embajador —sorbió ruidosamente, obligando a Dar Sah a reprimir una mueca de asco.
—Aún no sabemos nada sobre el dragón…
El semblante de Bernard se ensombreció. Se agachó para acercarse más y susurrar.
—Eso es un asunto muy serio, Dar Sah —miró a un lado y a otro—. El hechicero es muy reservado con la bestia, creo que es el único ser vivo de Logos por el que tiene algún tipo de aprecio —añadió antes de recostarse en el respaldo y beber otro gran trago de cerveza.
—Seré franco con vos, Bernard. La armada de Ispal es importante, pero podemos lidiar con ella. Pero ese dragón es harina de otro costal. Puede reducir a cenizas toda nuestra flota en una sola pasada. Debemos saber cómo enfrentarnos a él.
Bernard volvió a estampar la jarra sobre la mesa.
—¡Ya lo sé, Dar Sah! ¿Y qué pretendéis que haga? ¿Que vaya a preguntar al hechicero? —cargó su voz de sarcasmo para añadir—. Majestad, ¿os importaría compartir conmigo las debilidades de vuestro dragón? Es sólo para planificar mejor su seguridad.
Vació la segunda jarra de cerveza de una sentada y se volvió para gritar que le trajeran más.
«Se está calentando demasiado». Bajó el volumen y se acercó al capitán.
—No pretendo eso, Bernard. Tiene que haber algún modo de averiguar algo más sobre el dragón. Su radio de acción, la capacidad del hechicero para conjurar más bestias…
Se calló de inmediato cuando el chico escuálido entró de nuevo al reservado con otras dos jarras de cerveza. Bernard se volvió para coger la bebida y abrió la boca por la sorpresa.
—¡Tú! —gritó mientras intentaba agarrar al muchacho, que dejó caer las jarras y desapareció a través de la cortina.
El capitán se levantó y resbaló con la cerveza derramada, produciendo un sonoro golpe. Dar Sah le ayudó a levantarse.
—¿Quién es…?
—¡Debemos atraparle antes de que informe al rey! —dijo el hombretón forcejeando para salir del reservado.
Traspasaron la cortina al mismo tiempo que el chico salía de la taberna.
—¡Coged al crío! —rugió el capitán, y dos sorprendidos guardias echaron a correr en pos del muchacho.
Dar Sah hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se unieron a la persecución. Bernard parecía más despejado y se abrió paso a empujones hasta el exterior de la taberna, mientras él aprovechaba su estela para salir. El sol le cegó por un momento y tardó unos segundos en acostumbrar sus ojos a la claridad. El capitán se sobrepuso con más rapidez y echó a correr a su izquierda. Decidió seguirle, pero pronto quedó claro que el hombretón y sus guardias estaban en muy buena forma. Desapareció tras una esquina y, para cuando Dar Sah consiguió girar, apenas le distinguió una sombra que giraba por otra. Perdió las babuchas que calzaba y casi cae al suelo. Se detuvo a recuperarlas y se resignó a abandonar la persecución esperando que los guardias alcanzaran al muchacho.
Caminó orientándose por las voces de los perseguidores entre las estrechas callejuelas, atento a cualquier señal. Un grito desgarró la tarde y se apresuró en aquella dirección. Cuando llegó a una pequeña plaza, el capitán examinaba la figura del chico en un abundante charco carmesí. Dar Sah cruzó una mirada con sus hombres, que negaron e hicieron una seña con la cabeza en dirección a los guardias, uno de los cuales sujetaba una espada manchada de sangre. Suspiró y se acercó al capitán.
—¿Lo habéis reconocido?
—Así es —admitió Bernard, dejando caer el cuerpo del chico sobre el charco de sangre—. Es uno de los mozos de las cuadras.
—¿Pensáis que le ha enviado él?
Bernard se encogió de hombros.
—¿Qué otra explicación hay? Ha salido corriendo en cuanto le he reconocido. Supongo que no esperaba que lo hiciera. Desde luego, estos patanes no lo han hecho —añadió, señalando a sus abochornados guardias.
—Habría sido mejor capturarle con vida para interrogarlo…
—Sin duda. Mi hombre será castigado.
El guardia que sujetaba la espada sanguinolenta la limpió y la guardó, abatido.
—Debemos ser cautos, Bernard. Un paso en falso y…
—¡Ya sé lo que pasará! ¡Aprecio mi pescuezo tanto como vos apreciáis el vuestro! —gritó mientras miraba a su alrededor con desconfianza.
—Calma, capitán. Mis hombres son de confianza, y entiendo que los vuestros también lo son.
—Desde luego —masculló entre dientes.
—Vuestros esfuerzos serán recompensados —dijo al tiempo que tendía otro saquito tintineante hacia Bernard, que lo atrapó al instante.
—Más os vale. Largaos de aquí antes de que os vea alguien.
Dar Sah asintió y desapareció seguido por sus hombres. Caminaron hacia la casa que utilizaban como embajada, guardando silencio durante unos minutos. Cuando estuvo seguro de que nadie les seguía, preguntó:
—¿Qué ha pasado en la plaza?
—No estoy seguro —dijo uno de sus hombres—. Cuando llegué, el chico se había parado y hablaba con uno de los guardias, que le ensartó sin mediar provocación.
—¿Estás seguro de eso?
—Completamente. El chico se había entregado y conversaba con el soldado. En cuanto fue consciente de mi presencia, le mató.
Dar Sah negó con la cabeza, pensativo.
—Aquí hay gato encerrado. No podemos fiarnos de nadie.
—Es esta maldita ciudad —masculló su hombre—. Nadie es lo que parece. Hay que cuidarse las espaldas a cada paso.
«Tienes toda la razón», pensó mientras meditaba sobre lo que acababa de suceder.
Alcanzaron la embajada, donde dos guardias con imponentes alabardas custodiaban la puerta. Saludaron a su paso y notó el agradable frescor del interior. Dio descanso a sus hombres y se dirigió hacia sus aposentos. Se sentó frente a un escritorio y escribió en un pequeño pergamino que, media hora después, volaba atado a la pata de un ave en dirección a la Ciudad blanca.
Si deseas conocer más sobre el universo del Logos y sus personajes, no te lo pienses y echa un vistazo a los relatos de Noé Codonal en nuestro blog.
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1 comentario
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Carol Domingo, 30 Octubre 2022 10:34 Enlace al Comentario
Me encanta y me he quedado con ganas de más... enhorabuena!